domingo, 30 de octubre de 2011

Rectificar es de sabios,
y preguntar, también




Puedo permanecer años aquí arriba, pero el mar no me dirá nunca nada. Ahora yo me bajo, vivo en la tierra y de la tierra durante años, me convierto en alguien normal, luego, un día, me marcho, llego a una costa cualquiera, levanto la vista y miro al mar: y allí lo oiré gritar. ("Novecento", Alessandro Baricco)




Es curioso el efecto del mar en las personas que han nacido junto al mar. De ínsula o península, los nativos de las costas están hechos de mar, son criaturas marinas, sirenas asustadizas que no pueden permanecer mucho tiempo alejadas de su guarida. Sin embargo, en un momento de sus vidas algo les impele a dejar el mar. Como si necesitaran echarlo de menos, como si tuvieran que bajarse del mar para ver el mar. Resulta sobrecogedor escuchar cómo hablan de su mar cuando están lejos del mar, con qué pasión, con que violencia añoran el mar y sufren su ausencia, y al mismo tiempo, ver cómo se resisten a volver. Son como un pez de mar en el río o un pez de río en el mar: primero se traslada, luego se ahoga, después se arrepiente y por último, o vuelve a su origen, o se muere. Pero como caer en la cuenta del error cometido es de sabios, y rectificar, aún más, las criaturas de mar, sabias como ninguna, siempre rectifican. Nada les puede sujetar tierra adentro. Ni nadie. Para ellas el mar es el primer amor del tango, siempre vuelven a él.

Hace unos meses yo escribía la siguiente reflexión, después de asistir a una presentación de vinos a la que mi amigo Alfredo Maestro me había invitado.


He estado mucho tiempo apartado del mundo del vino, pero no del vino.

Durante demasiado tiempo no he asistido a evento enológico alguno, público o privado, ni presentaciones, ni muestras, ni forums, ni catas, ni nada. Mi relación con el vino durante este tiempo se ha limitado a disfrutar de él en la intimidad de mi casa y, a veces, en alguna comida con alguien muy allegado. Nada más. Sistemáticamente he rechazado invitaciones de amigos (muy buenos amigos) que, por otro lado, deseaba aceptar. Pero es que necesitaba un tiempo de pausa, de parón total. Como escribió Alessandro Baricco en su obra “Novecento”: “Después de treinta y dos años de vivir en el mar, bajaría a tierra, para ver el mar.”

Tenía que bajarme del mar para ver el mar, tenía que alejarme del vino para comprender al vino.


Ahora que ya ha pasado un tiempo y que se puede decir que también yo he sido un pez alejado del mar que ha acabado volviendo de cabeza al mar, no dejo de asombrarme ante la razón que tiene esta metáfora del genial Baricco. En muchas ocasiones de la vida es necesario parar, alejarse de aquello que amas, mirarlo desde lejos hasta sentir que lo has comprendido y que es el momento de volver al principio. La costumbre es mala cosa, y muchas veces se nos hacen invisibles luces que hasta hacía poco nos habían deslumbrado.

A mí me ocurrió con el vino lo que a Novecento con el mar, y curiosamente no deja de ocurrirme a menudo, eso de tener que bajarme del mar para ver el mar, aunque la situación se vista con un vestido u otro. Será que no he aprendido la lección y que tengo que repetirla hasta que la aprenda.

Hace unos días asistí a una sesión de cata. Asistí por varias razones, y digamos que sobre todo por error. Ocurrió que por alguna razón pensé que se trataba de algo nuevo y diferente, algún tipo de sesión de análisis sensorial aromaterapéutico o qué se yo, pero lo que encontré fue una cata convencional dirigida a un público neófito. Es decir, una cata de vinos variados y comunes para principiantes.

Una vez consciente de ello y superado el momento inicial de estupor, y considerando varios factores (por ejemplo, que ya estaba allí, que ya había pagado, que el local era muy agradable, que en la calle llovía, que había un par de vinos que llamaron mi atención, que vi a alguna persona conocida…) opté por quedarme y pasar un rato agradable catando algunos vinos y recordando mi primer curso de cata en la UEC el año no sé cuántos, al que asistí tan emocionado como se veía que lo estaban los asistentes a éste.

Los vinos fueron lo que tenían que ser, no me detendré en ellos, pero sí que hablaré de algo sorprendente que hizo que la jornada se acabara convirtiendo en especial para mí, y que me hiciera alegrarme de haberme quedado.

Fueron las preguntas.

Sí, las preguntas, esa cosa tan peligrosa que incomoda a quien la recibe y provoca ansiedad al que la hace, las preguntas cuyas respuestas casi siempre no hacen más que aumentar la sed del que las tiene, las preguntas que a veces, por las ganas de saber, uno se responde a sí mismo antes de ser formuladas a quien debe responderlas. Las preguntas, en resumen, que más que las respuestas hablan a voces de quién las pone sobre la mesa.

En este caso, me refiero a las preguntas sobre el vino de personas cuya única relación con el vino había sido beberlo de vez en cuando y saber que les gustaba, y cuya única información disponible acerca del mismo era su color y alguna campana que les sonaba sin saber muy bien dónde.

Como muestra dejo aquí las que llegué a anotar, preguntas que fueron lanzadas al viento con todo interés e inocencia por diferentes participantes, y a las cuales la ponente dio cumplida respuesta de forma precisa e impasible, sin el menor asomo de duda o sorpresa, imperturbable como una croupière de casino.


-¿Considera que el anterior vino es más completo que éste?

-¿Tiene que ver el grado de alcohol con tener que tomarlo del año o del pasado?

-Tempranillo es la variedad de uva, no tiene nada que ver con el tiempo, ¿verdad?

-¿Conviene envinar la boca antes de pasar al siguiente?

-A mí me emborracha más el tinto que el blanco; ¿tiene eso relación con los taninos?

-¿Es verdad eso de que un vino lava a otro?

-¿Qué significa maceración carbónica? ¿Que se añade carbono al mosto?

-He visto un sitio donde mezclan varias uvas, Cabernet Sauvignon, Somontano, etc.

-¿A este vino le añaden especias en algún momento?

-¿Y cómo es posible que un vino huela a fresa o a manzana o a sandía si está hecho con uvas?


Admito que al principio caí en el error de la costumbre de ver el mar, y sonreí con exceso de suficiencia; y es que, por desgracia, una vez que alguien sabe algo, aunque sea poco, automáticamente da por hecho que lo sabe desde siempre, cuando la verdad es que nadie nace sabiendo más que tres cosas: comer, descomer y llorar. Todo lo demás, se aprende. Afortunadamente recordé algo que dijo un amigo: “Ante la inmensidad del mundo del vino, todos somos aficionados”, lo que me empujó sin miramientos hasta desembarcar a trompicones y así, una vez recibida la merecida cura de humildad, poder mirar al mar y desenvolver el regalo que esos otros aficionados me estaban haciendo.

Como decía antes, preguntas para aprender de ellas, mucho más que de las respuestas, ¿verdad que sí?




domingo, 23 de octubre de 2011


Pisar el cielo y no poder quedarse



Salón de los mejores vinos de España, Guía Peñín 2012

Palacio de Congresos, Madrid 13/10/11



Introducción

En algún lugar leí una vez que la mujer tiene severas dificultades a la hora de aceptar órdenes de un hombre. Dicen que el hombre lo lleva mejor, porque está genéticamente programado para acatar órdenes y obedecer al Macho Dominante de su tribu o grupo social. Por eso dicen que las mujeres son malas subordinadas, porque no están diseñadas para obedecer a un macho, sino para elegirlo.

No sé si estoy de acuerdo con esa teoría evolutiva, no me pongas esa cara, ya sabes que creo que hoy en día machos y hembras estamos igualados por la sociedad en la que vivimos y en la que somos educados, por lo que esta afirmación puede ser válida para unos y otras. Creo que en general las personas tenemos bien aprendida la obediencia a la jerarquía, lo que nos lleva a aceptar las opiniones de un individuo superior como si fueran ley. En el mundillo del vino pasa sobre todo con Robert Parker, y aquí, en España, en menor medida pero también poderosamente, con José Peñín. Si ellos dicen que sí, el vino es “de los grandes”, si no dicen nada, no lo es, o no se sabe, lo que es casi lo mismo.


Seguro que ya habías oído que estos días se presentaban los 100 vinos seleccionados por el Sr. Peñín y su equipo para su Guía anual, entre todas las muestras recibidas, de los mejores vinos de España. No sé si lo son todos los que están, pero que no están todos los que son es seguro, aunque eso no es importante, porque cuando se habla de gustos, enseguida aparece lo de “los colores” y el asunto queda zanjado. Para mí, las opiniones de alguien son, más que garantía de calidad, una demostración de un gusto personal, aunque en este caso se trate de un muy buen gusto cimentado con una sólida formación y aún más sólida experiencia, lo que nos permite pensar que este gusto personal es mucho más que un gusto personal y que, como la belleza clásica, puede ser generalizado al gusto de la mayoría de las personas. Un consejo siempre es algo muy útil, pero en nosotros está el cómo usar esta Guía una vez que la han puesto en nuestras manos, y nuestra es la libertad de aceptar o rechazar sus sugerencias en función de nuestros propios gustos.

Eran 100 vinos galardonados con las mas altas puntuaciones los que hubieras podido catar, más dos o tres más acompañando a cada uno de ellos, miembros de la misma familia (bodega) y que en algún caso a mí, humildemente, me gustaron más que el seleccionado. Por supuesto yo no caté 300 vinos, tú tampoco hubieras podido ni empeñándote, ni siquiera caté los 100 de la Guía. En realidad caté muy pocos, quince en total. Una razón fue el tiempo de que disponía (solamente un par de horas), pero no fue esa la Razón. Te la contaré más tarde, aunque estoy seguro de que, como me conoces bien, ya te la habrás imaginado.


El Salón


Me dan la copa al entrar, una, no necesito más. Me sonríen y me indican “Por ahí”, entro por ahí y me detengo, clavado al suelo de la entrada. El salón está LLENO, a pesar de ser muy grande. Y este “lleno” no es metafórico. Calculo mal, no sé, ¿10 por mesa? ¿1000 personas? ¿Más? Mucha, mucha gente. Analizo la situación intentando planificar mi recorrido, por dónde voy a abrirme camino. De haber estado allí te habrías aturdido sin duda. Mucha gente, mucho ruido, techos bajos, y mucho, muchísimo calor. Agarro mi copa con fuerza, no como si me la fueran a quitar, sino como para sujetarme a ella para no caerme desmayado, o para no salir corriendo presa del miedo. La abrazo contra mi pecho, atemorizado, y me pongo en marcha, sumergiéndome en la multitud. Tengo suerte, soy más alto que la mayoría y desde arriba echo un vistazo general, comenzando un recorrido alrededor del salón, sin detenerme en ningún lugar, solamente observando.



El vino conocido (1)

Vuelvo a encontrarme con Celler Pardas, y con su alma, Ramón Parera, a quien acompaña en esta ocasión su venerable padre Don Juan. Te habría gustado conocerlos, son dos personas fantásticas que, además, se adoran mutuamente. Es un momento hermoso, el de un reencuentro. Todo el mundo debería reencontrarse con sus seres queridos, alguna vez, aunque ello suponga el haber estado separados por un tiempo. Es intenso siempre el reencuentro, emocionante, aliviador. Un abrazo, una sonrisa que te dice que toda pena se ha olvidado. Un lugar que es mi casa, su mesa, de modo que me permito desembarazarme de corbata y chaqueta y dar un respiro a mi creciente agobio.


Los vinos por conocer

“¿Qué pruebo para empezar?” Y como Ramón sabe que no me refiero a su vino (todavía no) y como ya va conociendo mis gustos, me sugiere un vino Canario que a él le ha agradado mucho.


Bodegas Buten, D.O. Tacoronte (Tenerife)

Magma de Cráter 2006
Sobrado

El puntuado. Poder y potencia, va tan de sobrado que resultaría difícil encontrar una comida que lo aguante sin ser aniquilada. Un vino de copa, para tomar y saborear mientras se comparten algunas palabras. A mí me arañó con violencia el alma, y ya sabes a lo que me refiero cuando te digo esto.

“De Magma hemos hecho 500 botellas”, me dice el responsable, y se le iluminan los ojos cuando añade: “¡Pero este año sacamos 1000!” Y cuando le veo brillar los ojos, sé que he acertado con la primera cata.

 
Cráter 2005
Humilde

El hermano pequeño, más delicado que Magma, más suave y fácil de beber, sería capaz de adaptarse a cualquier acompañamiento que se le quisiera dar. Recuerdo a fresa ácida, largo en la nariz y nada acomplejado por su bárbaro hermano. Lo beberé a menudo, estoy seguro, es mucho más cercano a mis posibilidades, a lo que yo me puedo, me quiero, me debo permitir.


Dejo pasar varias mesas de los grandes, los vinos conocidos, los que producen muchas más de 1000 botellas al año, los que crean colas de catadores copa en mano esperando recibir misericordiosamente unas cuántas gotas de placer. Estoy seguro de lo que hago, aunque algo en mi interior, el interior consumista que me han enseñado a obedecer, me tienta con sus promesas de goce eterno. Pero resisto y me detengo en una mesa donde sólo hay una persona catando. Un joven rubio me recibe con una sonrisa, me saluda con acento y me ofrece su vino. Se trata de Jonas Tofterup, el benjamín de una familia danesa afincada en Málaga, donde hacen vino.

Bodegas Trenza Wines, D.O. Yecla

Trenza, Family Collection 2008
Astringente

El puntuado. Algo duro de taninos, se agarra por debajo de la lengua, pero viendo lo que el reposo puede hacer con él (añadas 2007 y, sobre todo, la 2006), valdrá la pena la espera.

Trenza, Z Strand 2008
Corpulento

No se produce el efecto del anterior, es casi como estar tomando una añada anterior del Family en cuanto a suavidad, aunque con más cuerpo.


Enfrente hay una bodega de la que nunca había oído hablar. Veo a algunos catadores con expresión de sorpresa en sus ojos. Una señorita me saluda y toma los mandos de las botellas, sirviéndome lo que tienen allí dispuesto. En este caso son tres los vinos puntuados.

Pago los Balancines, D.O. Ribera del Guadiana

Huno 2008
Integrado

No destaca nada del homogéneo conjunto, lo que provoca una gran calma al beberlo.

Huno Matanegra 2009
Mermelada

Fruta en compota, perfumado y dulzón, me imagino acompañándolo con quesos, como si fuera membrillo, para que nos sepa a besos.

Salitre 2009
Provocador

Realmente complejo y provocador, te recuerda a todo y te hace desear recordar a qué, pero no puedes recordar nada. Estructurado y sabroso, deliciosa esta garnacha tintorera.


Pedro, un amigo que sí está, me lleva de la mano hasta la excepción de la jornada, justo al lado de la mesa anterior. Estoy seguro de que te hubiera elegido a ti antes que a mí, y que tú hubieras sido a quien él hubiera arrastrado. Esta bodega tiene tres vinos puntuados, y una fama casi mítica que se sale de mis parámetros predeterminados para la jornada. Hay mucha gente frente a la mesa, mucha, y en la copa me sirven poco vino, muy poco.

Pago de Carraovejas, D.O. Ribera del Duero

Pago de Carraovejas 2007
Profundo

Está muy bueno este reserva, créeme, es un vino perfecto en el lugar que ocupa, sin aristas, sin fallos, sin estridencias, sin sorpresas… Tú ya sabes qué palabra utilizar para definir esta sensación. No es por él, es por mí, pero mi alma está blindada frente a sus encantos.


Nos hubiéramos entretenido un buen rato en la siguiente mesa, con nada menos que catorce vinos puntuados. Se trata de Avanteselecta, una distribuidora, o mejor dicho, un sueño, un proyecto personalísimo que aglutina a diferentes bodegas provenientes de prácticamente toda la geografía española. Sólo caté un vino de los que llevaban, uno del que había oído mucho hablar y que nunca hasta ahora se había cruzado en mi camino.

Dominio de Atauta, D.O. Ribera del Duero

Valdegatiles 2009
Distinguido

Elegante y refinado, diferente, una personalidad arrolladora, profundo y concentrado, balsámico y fresco, redondo y muy largo. Un vino extraordinario, emocionante, de los que hacen llorar. Un vino inolvidable, para disfrutarlo un rato y luego echarlo de menos siempre. Me quedé tan prendado de él que olvidé fotografiar la etiqueta, pero qué más da, una etiqueta no es más que una etiqueta, la belleza, siempre, está en el interior.


Sigo con mi amigo, y soy yo quién le arrastra ahora. Me hace mucha ilusión esta parada, pues es un vino de una tierra en la que recabo al menos una vez al año desde hace más de cuarenta.

Chozas Carrascal, D.O. Cava/Utiel Requena

El Cava de Chozas Carrascal
Refrescante

Un cava valenciano Brut Nature Reserva, fresco y ligero, muy afrutado, de burbuja pequeña y acariciadora, muy fácil de beber.

El Cabernet Franc de Chozas Carrascal 2008
Inquietante

Granate y cubierto; muy intenso y delicado en nariz; suave al inicio en boca pero de inmediato se abre y se extiende con fuerza, muy frutal, leves tostados y una evocación de gran oscuridad, algo que asusta no por ser un peligro, sino por ser diferente. Muy original.


Antes de volver al comienzo hago una visita a alguien cuyo nombre me es muy familiar: Peter Sissek. A él no le veo por ahí, te lo hubiera presentado, es un hombre cordial y sabio, pero sí que están dos personas de la bodega que dirige en Calonge, que con dedicación me ofrecen probar, atentos, sus vinos.

Celler Mas Gil, D.O. Catalunya

Clos D’Agon Blanco 2010
Exótico

Una invasión de frutas tropicales predominando los matices ácidos y frescos, pero con cuerpo denso que da la opción de tomarlo como copa nocturna o como refresco, a orillas del mar.

Clos Valmaña 2009
Amoroso

Sorprendente desde el primer suspiro de fresa y tabaco, llega a la boca suave, creciendo durante un largo rato, hasta que se va diluyendo, sin ninguna prisa, acariciándote como palabras de amor.

Clos D’Agon 2009
Apasionado

El hermano mayor, una vez desatada la pasión todo lo anterior pasa a palabras mayores. Concentrado con mil matices explosivos. Impresionante. Espectacular. Exuberante. Y como ya casi se acaba el tiempo, ocupo todo lo que me queda en degustar con deleite la última copa, que me sirvo generosamente yo mismo, de este voluptuoso Clos D’Agon.


El vino conocido (2)

Tenemos que irnos, pero antes vuelvo a encontrarme con Celler Pardas y con Ramón. Y otro reencuentro. Ahora sí que es el momento de coger la botella de Aspriú y volver a hacerme uno con ella, por un instante.

Celler Pardas, D.O. Penedès

Aspriú 2007
Tierra

Esta añada ya la había catado hace unos meses, en la Presentación de vinos del Penedès del año. No insistiré ahora en sus características, tan sólo en que se trata de un vino que es la perfecta expresión de la tierra donde nace, y más allá, de la historia, la cultura y la educación de quién lo hace. Hoy reconozco que ya no puedo ser objetivo: Ramón es mi amigo, y su vino tanto como él, pero como recuerdo muy bien la época en que no era así, y que entonces también me tocó el corazón, te habría dicho, como despedida o hasta pronto, que debes probarlo, sin condicional.


Epílogo

El Salón cierra, como nos recuerda insistentemente una voz por megafonía y una serie de camareros que se llevan las botellas de las mesas y casi te quitan la copa de las manos. Apuro mi Aspriu, salvaje y libre, me pongo la chaqueta y me preparo para salir. Aquí termina mi periplo, como un Ulises al fin llegado a tierra, ya en los brazos de Penélope.

Ya en la calle me hubieras mirado con cara de pasmo, y me hubieras dicho que te extrañaba que no hubiera catado los vinos “grandes”, los famosos, los carísimos de la lista. Yo te habría sonreído sin responder, seguramente. Porque es cierto. No he ido lista en mano siguiendo y persiguiendo (y mendigando y esperando el turno y la merced de ser servido) los vinos de mayor puntuación. Quizá haya sido un error, hubiera visto en tu cara al mirarte que lo piensas, una ocasión como ésta, tantos vinos buenos reunidos por una vez y no probarlos todos… Quizá me haya equivocado, pero, fíjate, si hubieras estado a mi lado yendo de mesa en mesa, conversando unos minutos con los responsables de esas bodegas pequeñas, familiares, que más que vino lo que producen son sueños, si hubieras visto los ojos con los que me miraban y esperaban dos palabras con mi humilde opinión, y luego su sonrisa al ver mi expresión sincera de deleite al sentir en mi boca y en mi alma las maravillas desconocidas que me estaban regalando, sus criaturas, entonces, lo habrías entendido sin necesidad de una palabra más. Creo que estas bodegas son realmente el futuro del vino en nuestro país. Cada uno de su padre, el que lo hace, y de su madre, la tierra de donde surge, diferente de los otros como entre sí lo son los hijos de diferentes padres. No siguen modas, no siguen costumbres, solamente son lo que son, y eso es lo que los hace realmente únicos.

Y, además, sin tener que cometer excesos económicos para gozar de ellos.


Algo muy personal

Dejo los otros vinos para otra ocasión. En cada momento de la vida hay que ser conscientes de las propias limitaciones y de lo que cada uno se puede permitir. Como una mujer insoportablemente bella, estos vinos son inalcanzables no por sí mismos, sino por la propia valoración que cada cual acaba haciendo de sus posibilidades y capacidades y, al final, de su propia existencia. Sabes que llegará el día de enfrentarme a esos vinos (y a muchos otros que tú ya sabes), pero eso será cuando esté preparado, y ese día estarás tú delante para ver cómo lidio con ellos. Me queda aún mucho camino por recorrer antes de llegar allí. Hoy no era el momento, no ya de vinos grandes, porque como los propios hijos todos lo son, sino ni siquiera de vinos muy caros, que es lo que hoy marcaba las mayores diferencias. Sin duda son algo para soñar, pero justo eso, por ahora prefiero seguir soñando con una cena con esos vinos a nuestro lado cuando llegue mi momento, susurrándonos en silencio lo que son, y ya no abandonarlos nunca.

Porque si uno pisa el cielo, es para quedarse en él.



viernes, 21 de octubre de 2011




Quercus Alba


Un cuento con vino





Yo había pedido un bocadillo de queso, curado y aceitoso. Jacobo uno de morcilla, recalentada y grasienta. Y una botellita de tinto de la tierra.
            Hacíamos una pausa en nuestro viaje por tierras de la Rioja Alta, deteniéndonos en Santo Domingo de la Calzada, en plena ruta del Camino de Santiago. El barcillo donde almorzábamos, pequeño y acogedor, estaba lleno de devotos y no devotos que, con zapatillas, pantalón corto, camiseta, sombrerito para el sol otoñal aún intenso y la concha de vieira colgada de la vara de madera, también hacían un alto en su camino.
            La diferencia es que ellos iban a pie, y nosotros en coche.
Jacobo me había animado a hacer ese recorrido turístico después de que me diagnosticaran algo que da igual como se llame, pero que resultó ser inoperable, incurable e inevitable y que, según los tres médicos que me vieron, iba a acabar conmigo en un plazo de tiempo pasmosamente corto.
            Cuarenta y pocos años son efectivamente pocos para despedirse de todo, y la súbita rapidez con la que se desarrollaron los acontecimientos («Doctor, llevo un tiempo con algunas molestias en...» «Siento mucho decirle que le quedan ocho meses de vida.» «¿En serio?» «Totalmente.» «Pues vaya...») me lanzó de repente a un mar de desesperación en la que mi existencia (buen trabajo, buen sueldo, buen piso de soltero, buenos amigos y buenas amigas, ninguna familia directa) perdió de pronto todo su sentido. A raíz de aquello pasé por un periodo de desconcierto en el que me dediqué a no hacer nada más que lamentarme de mi desgracia, hasta que finalmente, y gracias al apoyo y la ayuda incondicional de amigos como Jacobo, conseguí superarlo y recuperar mi integridad.
            Así que, aprovechando que yo no tenía que volver al trabajo durante el resto de mi vida, un día Jacobo se pidió un par de semanas de vacaciones en el suyo y me convenció para que nos dedicásemos a recorrer el Camino, como peregrinos no devotos y motorizados.
            En teoría yo no debía beber alcohol, al menos no demasiado, por culpa de los analgésicos que tenía que ingerir para controlar el dolor que cada día se hacía más frecuente e intenso, pero estábamos en la Rioja y, total, para lo que me quedaba, no estaba dispuesto a seguir desperdiciando mi tiempo.
            –¿Qué tal el vino? –me preguntó Jacobo con la boca llena.
            –Increíble –respondí–. Es sorprendente lo buenos que están estas cosechas limitadas de bodegas desconocidas.
            –Ya lo creo, mejor que los famosos riojas que venden en las tiendas de Madrid.
            –¿Y el bocata? –pregunté yo haciendo un gesto con la cabeza hacia la chorreante cosa que sujetaba entre sus manos.
            –Asqueroso.
            Nos reímos hasta que nuestra mirada se vio atraída por algo que portaba el camarero hasta una mesa que estaba un poco más allá de la nuestra, ocupada por dos señoritas que, como nosotros, seguían con su mirada el discurrir del muchacho.
            Cuando lo dejó en la mesa no pudimos hacer menos que deleitarnos contemplando durante un rato las dos tablas de madera llenas de un jamón ibérico veteado de tocino blanquecino y cremoso, el más selecto manjar creado por la mano del hombre con ayuda de la de Dios. Justo hasta que oímos el ruidillo de las burbujas que escapaban al sacar las chapas de las botellas de refrescos.
            –¡Se van a comer el jamón con Coca-Cola! –exclamé, entre sorprendido e indignado.
            –¡No puede ser! –casi gritó Jacobo, incrédulo y muy ofendido–. Jamón con Coca–Cola. ¡En la Rioja!
            –Pues sí, sí que puede ser –confirmé bajito, acercándome un poco a él–. Mira, mira como beben. Deben de ser extranjeras, si no, no lo entiendo.
            –Esto no puede quedar así –dijo, y se levantó decidido, después de arrojar los restos de su bocadillo sobre la mesa y limpiarse las migas de pan enredadas en su negra barba.
            Jacobo era el típico tipo simpaticón, agradable y dicharachero que a todo el mundo caía bien, y al cabo de dos minutos hablaba con ellas como si se conocieran de toda la vida, sentado entre las dos en otra silla. Yo de lo último que tenía ganas era de entablar conversación, así que permanecí en silencio en mi mesa, mirándoles con una leve sonrisa pero sin intervenir.
            Hasta que Jacobo me señaló.
            Vi que la chica que estaba de frente me miraba sonriendo, pero que la otra, la que estaba de espaldas a mí, ni siquiera se volvía. Jacobo me indicó con la mano que me acercara, y que llevara conmigo la botella de vino que habíamos pedido, aún casi entera.
            Suspirando resignado me llegué hasta ellos, puse la botella sobre la mesa y me senté frente a mi amigo en la silla que me ofrecía la moza sonriente. Era muy jovencita, quizá unos dieciocho o veinte años, rubia y de piel clara, y lucía unos bonitos y vivaces ojos azules que me miraban curiosos y alegres.
            Jacobo pidió unas copas al camarero, quien las trajo presto. A continuación llenó con vino las cuatro, pero sólo hasta la mitad, como mandan los cánones. Yo, mostrándome lo más amable que podía, acerqué una de ellas a la ninfa rubia, que seguía mirándome. Ella movió su mano, con intención de agarrarla, pero antes de que llegara ni siquiera a rozarla, otra mano la detuvo bruscamente.
Y entonces la vi.
            Era la otra chica, en la que hasta ese momento no me había fijado. Era al menos diez años mayor que la otra, y miraba hacia abajo, hacia la copa que casi tocaba la rubita. Sin retirar la mano de su presa levantó la vista. Despacio, muy despacio. Alzó los párpados de largas pestañas. Clavó sus ojos en los míos. Despacio, muy despacio.
            Sentí un escalofrío.
            Sus ojos grandes, profundos, intensos, agudos y penetrantes, tenían una tonalidad insólita rodeando la negra pupila: eran de color granate oscuro, el mismo color de un rubí, muy parecido al color del mismo vino que estábamos bebiendo. Un color inverosímil, que jamás había visto anteriormente. Llamó mi atención su rostro ovalado, de rasgos finos y bellos, por el tono bermejo de la piel, como si hubiera tomado mucho el sol; ese matiz amoratado se extendía por el cuello hasta donde llegaba mi vista, justo hasta el borde de la camisa azul celeste que vestía y más allá, por sus brazos y manos descubiertos. Su cabello, espeso, liso y bien recortado, destellaba con brillos cobrizos a juego con sus ojos, creando un conjunto chocante que me hizo pensar en que podía ser teñido.
            Era preciosa.
            Volvió los asombrosos ojos hacia la otra y le dijo con brusquedad:
            –Ya sabes que no puedes.
            A continuación volvió la vista hacia el causante de la provocación, clavando sus rubíes en mis ojos con fiereza, como culpándome por haber hecho algo que no sabía muy bien qué era, pero que parecía ser mucho más grave que haber ofrecido alcohol a una presunta menor. Cuajó un espeso silencio entre los cuatro, muy incómodo, que me pareció que se extendía al resto de los comensales. No es que me importara demasiado, pues hacía tiempo que ya estaba de vuelta de todo, pero no iba a aguantar a nadie impertinencias que pudieran hacerme sentir a disgusto, y casi estaba poniéndome en pie para marcharme de allí, sin preocuparme si a mi vez quedaba como un grosero, cuando ella pareció aflojar su presa. Retiró la mano con la que sujetaba la copa y sonrió con visible esfuerzo:
            –Perdonad, mi hermana olvida a veces el daño que le hace el alcohol. En realidad, a ambas nos sienta mal, pero muchas gracias por vuestra invitación –sonrió más relajadamente–. Contadnos, ¿estáis haciendo el Camino?
            –No exactamente –respondí controlándome mientras veía de refilón el mohín de desagrado de la cría–, estamos recorriendo la zona en coche...
            –¿Y hasta cuando estaréis por aquí? –preguntó ella.
            –Nos iremos en un par de días –intervino Jacobo–. Por cierto, yo soy Jacobo.
            –Encantada, soy Alba –informó la mujer de los ojos grana, sin moverse del sitio.
            –Y yo María –se presentó la hermanita, tendiéndonos su mano blanca.
            Hice lo propio, y por decir algo solté una sandez:
            –No os parecéis mucho para ser hermanas, ¿no?
            –Sí, es cierto –respondió Alba, como si ya estuviera acostumbrada a que se lo dijeran–. No todos en la familia tienen el curioso aspecto que yo tengo, porque supongo que te refieres a eso. –Se rió por primera vez, mostrando unos dientes blancos y brillantes–. Perdonad de nuevo si he sido brusca. Es que de verdad nos sienta muy mal, y María es una jovencita un poco rebelde...
            –No pasa nada –concilió Jacobo, amable–. Y vosotras, ¿vivís aquí, en Santo Domingo? –preguntó, por cambiar de tema, mirando con interés y una sonrisa a Alba.
            –No, pero muy cerquita, en San Asensio –respondió Alba, devolviéndole la sonrisa. Yo sentí un pequeño pinchazo en la boca del estómago–. Hemos venido a tratar unos asuntos familiares. Ya íbamos a volver, pero antes de tomar el autobús hemos pensado comer algo. Normalmente traemos el coche, pero hoy lo necesitaba nuestro padre para acercarse hasta Logroño.
            –¿Autobús? –La vena caballerosa de Jacobo siempre se adelantaba a la mía–. Pero si nosotros pensábamos ir justo hacia allí en cuanto acabásemos. Por supuesto os llevamos.
            Yo torcí el gesto, revuelto pero sin saber muy bien por qué. Alba advirtió mi mueca, interpretándola como un desacuerdo por mi parte, y se dirigió a mí:
            –Os lo agradecemos, pero no queremos molestar. El autobús sale en una hora más o menos, y nos deja muy cerca de casa. Luego nuestro padre pasará a buscarnos.
            –No, no. –Me sentí peor por mi mal humor contra alguien que, en realidad, no me había hecho nada, e intenté remediarlo–. Faltaría más. Desde luego que os acercamos. La verdad es que no habíamos pensado en una ruta concreta, pero es tan bueno vuestro pueblo como cualquier otro de la zona. ¿Sabéis si se puede pasar la noche en algún lugar no muy caro?
            –En el pueblo hay un albergue de peregrinos, un convento, que tengo entendido que está bastante bien –nos informó Alba, y añadió–: Si no os importa tener que aguantar las manías de las monjas...
            –Ya estamos acostumbrados –rió Jacobo–. Llevamos dando esquinazo a las monjitas de los conventos del Camino de Santiago desde que empezamos este viaje. Ese alojamiento nos irá de perlas, muchas gracias.
            –Entonces –dije decidido–, ¿os llevamos y nos lo enseñáis?
            María miró a Alba, y Alba miró a María. Creí advertir un fugaz asentimiento que, estoy seguro, no se produjo.
            –Vale –confirmó finalmente Alba–. Y así, de paso, os podemos enseñar la zona, si queréis.
            Durante los escasos quince minutos que duró el trayecto desde Santo Domingo hasta San Asensio tuvimos ocasión de ver los extensos viñedos que ocupaban la práctica totalidad del paisaje, hasta donde la vista alcanzaba. Estábamos a finales de septiembre, y las uvas reposaban en las cepas ya casi listas para ser recogidas en la campaña vinícola que comenzaría tres o cuatro semanas después.
            –Ya queda poco –dijo Alba en el asiento trasero, junto a su hermana, como si leyera mi pensamiento–. Muy pronto todos estos campos que ahora veis dormidos se llenarán de vida otra vez, como cada año. ¿Os quedaréis a la vendimia?
            –No creo –respondí sin apartar la vista de la carretera, entre otras cosas porque era yo quien conducía–. En dos o tres días como máximo tendremos que continuar nuestro viaje; aún nos queda mucho que ver, y no demasiado tiempo...
            –Pues es una lástima –insistió ella–. Si no habéis vivido nunca una vendimia, es algo que no deberíais perderos...
            «Pues me la voy a perder», refunfuñé para mis adentros, y me dejé caer en un silencio obstinado que la chica respetó, pues no volvió a decirme nada en el resto del camino.
            Cuando entramos en el pueblo fuimos directamente, atravesando estrechísimas callejuelas, hasta la pequeña plaza donde se abría la entrada al convento.
            –Es mejor que nos dejéis aquí y que reservéis la habitación –recomendó Alba–. Nosotras ya podemos ir andando hasta donde hemos quedado con nuestro padre.
            –Ni hablar –negó Jacobo, tan galante como siempre, mientras yo seguía callado–. Os llevamos hasta allí.
            –No –rechazó Alba, sin dar opción a discutir–. Podemos ir andando.
            –Vale... –vaciló mi amigo–. Como queráis. ¡Pero tenemos que quedar esta noche para cenar!
            Las dos hermanas se miraron un instante, dudando.
            –Ya veremos... Si podemos os dejaremos un mensaje en el albergue. Pero vosotros haced vuestros planes, por si acaso.
            Y se marcharon, despidiéndose con una sonrisa y un par de besos cada una. Cuando me besó Alba me pareció notar, viniendo desde muy lejos, una tierna sensación en mi interior, acariciada por su cálido aliento, que no pude identificar pero que calmó de pronto mi malhumor, animándome un poco.
            Por suerte no hubo problemas con el alojamiento, y después de ducharnos y cambiarnos de ropa Jacobo y yo salimos a dar una vuelta por el pueblo, donde ya atardecía. Paseamos, volvimos al albergue para ver si había alguna nota; no la había, volvimos a salir, volvimos al albergue; nada, salimos de nuevo, cenamos caliente en un bar cercano, paseamos un poco más y poco antes de medianoche nos retiramos definitivamente, sintiéndome yo absurdamente decepcionado por el plantón.
            –¿Qué te parecen las riojanas? –pregunté por el camino, intentando no parecer muy interesado.
            –Ah, bien, muy graciosas –respondió Jacobo, intentando no parecer muy interesado.
            –Sí –afirmé como de paso–. María te miraba muy atenta.
            –¿Tú crees? La verdad es que no me fijé –dijo con desgana–. Alba me parece mucho más atractiva e interesante.
            –¿Tú crees? La verdad es que no me fijé –mentí, controlando una desapacible sensación en las entrañas.
            –¿No? Pues mucho mejor.
            –Sí.
            –Sí.
            Nos miramos y ambos nos echamos a reír a un tiempo. Eran muchos años juntos, y mucho lo vivido, para poder engañarnos.
Al llegar al albergue nos esperaba una sorpresa, que no por deseada dejó de serlo menos: una monja, vestida con hábito oscuro y un manojo de llaves a lo San Pedro en la mano, nos entregó, junto a la nuestra, un sobrecito blanco con el nombre de mi amigo escrito a mano.
            Al verlo volví a sentir esa punzadita de dolor en el estómago.
            –¿Qué dice? –pregunté sin interés aparente cuando lo abrió.
            –Que mañana nos invitan a comer y a ver unas bodegas... Vendrán a las nueve de la mañana. ¿Cómo lo ves?
            –Tú mismo. A mí no me apetece demasiado. La verdad es que preferiría que nos fuéramos ya. No me encuentro bien.
            –Venga hombre, anímate –me dio una palmada en el hombro, mirándome con una sonrisa chinchona–. Que hayan escrito sólo mi nombre no quiere decir nada...
            Ciertamente me había disgustado el detalle, pero al final no tuve más remedio que claudicar ante la insistencia de mi amigo: a la mañana siguiente, tras una noche que pasé algo inquieto, nos fuimos con las dos hermanas de excursión.
            Cuando bajamos ellas ya nos esperaban, de pie en la puerta de la calle.
            –Hemos pensado en visitar un par de pueblos de los alrededores y después ir a una de las bodegas que realizan recorridos turísticos –nos propuso Alba–. Luego comeremos en algún mesón en cualquier sitio. ¿Qué os parece?
            –Bien, bodegas –respondió Jacobo, muy contento– ¿Y se podrán hacer catas?
            –Supongo que sí –rió ella–. Chico, parece que te gusta el vino...
            –Ya. –Mi amigo levantó una ceja–. Como vosotras no lo bebéis no sabéis lo que os estáis perdiendo.
            Alba y María se dedicaron la misma expresión indefinible que había llamado mi atención el día anterior, cuando les propusimos vernos por la noche.
            –Bueno, yo tampoco bebo demasiado... –dije, echando un capote a las chicas, que se habían quedado un poco serias.
            –Vale, pero tú tienes motivos –comentó Jacobo, aludiendo indirectamente a mi fuerte medicación.
            –Seguro que ellas también –afirmé yo, mirándolas.
            –Ya os dijimos que nos cae mal –fue todo lo que respondió Alba.
            –Es igual, yo beberé por todos –animó Jacobo, de nuevo conciliador y alegre–. ¿Nos vamos? Y ya que no vas a beber –me dijo–, tú conduces.
            Entramos en el coche, y debo reconocer que la distribución de pasajeros que se hizo me molestó un tanto: yo volví a quedarme de conductor, y Jacobo se puso atrás, invitando a Alba a acompañarle, mientras que María fue mi copiloto. Ella no dijo apenas nada durante el recorrido, pues yo, escudándome en mi labor de conductor serio y responsable, respondí con monosílabos al par de intentos de conversación que hizo la muchacha, limitándome a controlar por el espejo retrovisor las bromas de Jacobo y las risas con que Alba le correspondía.
            Visitamos Gimileo, un pueblecito de menos de cien habitantes, donde nos detuvimos un rato a disfrutar de su arquitectura tradicional de piedra arenisca, y de camino a Briones hicimos la parada prevista para conocer las bodegas que nos habían mencionado.
            De todo el proceso de creación del vino, lo que más me llamó la atención, por inesperado, fue la fase de adición de componentes «secretos». La guía (una mujer morena que ya debió de tomar biberones de vino, por lo que sabía de la materia) nos explicó que cada bodega, cada fabricante, tiene una especie de fórmula secreta, una serie de ingredientes que añaden al vino cuando se deposita para criar en las barricas de madera y que proporcionan al producto los matices especiales que (por supuesto, junto al tipo de uva) hacen de ese vino en particular algo absolutamente diferente de los demás.
            Es decir, como la fórmula de la Coca-Cola.
            También supimos que esto de agregar sustancias ajenas al vino era algo que se habían visto obligados a hacer desde que se había iniciado su elaboración industrial, y que antaño no era necesario, cuando la producción, no tan masiva, era natural, más artesanal y auténtica, cuando el vino era lo que era exclusivamente gracias a la uva y a la madera de las cubas.
            Casi tuve que arrastrar a Jacobo para sacarlo de allí y marcharnos hasta Briones, donde comimos tardísimo, en un bar muy parecido a aquél en que conocimos a nuestras amigas destrozando jamón con Coca-Cola. En esta ocasión repitieron el atrevimiento con más jamón y queso en aceite, lo que provocó el alboroto de Jacobo, muy alegre y especialmente atento con Alba desde la visita a las bodegas.
            Quedamos en vernos para cenar, después del rato de descanso y la ducha de rigor, pero yo no tenía ganas de volver a salir. Sólo pensar en el evidente juego de mi amigo con Alba me revolvía las tripas, más cuando se veía que ella lo estaba siguiendo muy a gusto.
            Pero lo que peor me hacía sentir era la certeza de que yo no tenía tiempo para sentir ya nada.
            De modo que le dije a Jacobo que no iba, y aguardé su reacción. En contra de lo que yo esperaba no intentó convencerme de que fuera, lo que evidentemente me sentó mal, y se marchó tranquilamente sin mí, sonriéndome con su típica expresión de hallarse en el Nirvana.
            Pasé un largo rato tirado sobre la cama, mirando al techo y regodeándome en mi desgracia, dándome pena de mí mismo y persuadiéndome de lo desafortunada que era mi efímera existencia. ¿Enamorarme ahora? ¿Ponerme celoso? ¿Permitirme un deseo cuando ni siquiera podría esperar que se cumpliera? Si la situación no hubiera sido tan grave me habría reído de las ganas que ahora parecía tener la vida de jugar conmigo una última partida, y más aún de que yo pareciera estar aceptando el reto.
            Cuando me cansé de autocompadecerme decidí que era momento de salir a comer algo en algún sitio, aunque ello no fuera óbice para que me sintiera muy solo y muy triste y muy pequeño. Sin embargo, al llegar abajo me esperaba una grata sorpresa: la monja de las llaves me detuvo con un escueto «lleva un rato esperándole». Miré hacia el lugar donde me indicaba con el dedo. Sentada en un viejo sillón de mimbre, leyendo plácidamente una revista religiosa que había por allí, vi a Alba. Me acerqué despacio, más por ir pensando qué decir que por no tener prisa, que la tenía, por estar con ella.
            –Jacobo me ha dicho que no te encontrabas bien y he decido quedarme para hacerte compañía –me explicó, sonriendo con sus granates brillando bajo la luz de las lámparas del techo–. Ellos se han ido a cenar a Haro en nuestro coche, así que podemos ir donde te apetezca o hacer lo que tú quieras...
            –Je –me reí con malicia al pensarlo–, a Jacobo no le habrá hecho mucha gracia que te quedaras...
            –La verdad es que no... –se rió Alba con picardía.
            –Yo pensaba que... que tú y él... vamos, que os habíais caído muy bien...
            –Sí, claro que sí, es muy simpático...
            –Pero no...
            –No, hombre, no –se carcajeó delante de mí, aunque matizó–: ¡Si sólo nos conocemos de dos días!
            –Ya... Pues qué bien...
            –Venga, estoy aquí, ¿no? –me arrastró del brazo, riendo–. Vamos a algún sitio a cenar.
            –Tú eres la guía local –sugerí–. Llévame donde tú quieras, que yo invito.
            Fuimos a un lugar que ella conocía, a unos diez minutos en coche de San Asensio. Entramos acompañados por un muchacho alto y delgado, moreno y peinado con una cola de caballo que apenas murmuró un «buenas noches» sin sonrisa durante el trayecto hasta nuestra mesa. No era simpático, pero tampoco era antipático; era correcto, y basta. Por suerte una vez que nos acomodó y entregó la carta desapareció, y no le volvimos a ver en toda la noche.
            El sitio era muy agradable: todo construido en madera, parecía que se hubiera aprovechado algún viejo caserón antiguo para instalar el restaurante. El interior era un amplísimo salón diáfano, iluminado por una luz tenue, por donde se distribuían las mesas del comedor, de las cuales sólo unas pocas estaban ocupadas por parejas que no prestaban atención más que a sí mismas, y que ni siquiera nos dedicaron una mirada casual cuando tomamos asiento.
            Durante un rato contemplé el entorno, seguramente con una expresión de aprecio, pues cuando volví la mirada al rostro de Alba la vi observarme muy sonriente, con la satisfacción de aquél que muestra una bella y valiosa posesión a alguien que hasta entonces no la conocía.
            –¿Te gusta? –me preguntó, apoyando su rostro en la mano izquierda.
            –Muchísimo, es muy... íntimo.
            –Sí, es muy especial, de esos lugares con ambiente para turistas como tú, pero destinado a la gente local.
            –No, ahí te equivocas –me puse un poco demasiado serio–. No soy un turista. No en esta ocasión.
            –Ah, ¿no?
            –No, es que... –dudé si decirlo o no–. Es que pasé una enfermedad hace poco y estoy recuperándome.
            –¿Algo serio? –me preguntó ella, alarmada.
            –No, bueno, no demasiado... –mentí finalmente, sintiéndome débil y cobarde por no hallar en mi interior el valor necesario para contarle por lo que estaba pasando, y lo que me esperaba. La llegada del camarero (un individuo mayor terriblemente serio y estirado) me hizo posponer el mal trago hasta otra ocasión más adecuada.
            –¿Los señores decidieron ya? –nos preguntó con voz gutural.
Cerré mi menú y miré a la chiquilla con mi más imperturbable cara de circunstancias, esperando.
            –¿Quieres que elija yo? –preguntó sorprendida–. Ah, de acuerdo –aceptó, y se dirigió al camarero con gesto resuelto–: Nos traerá pimientos asados, patatas a la riojana y carne roja para dos, al punto. Y ensalada.
            –¡Qué barbaridad! –exclamé al oírla.
            –Muy bien –comentó impasible el camarero, ignorando mi comentario como si cenar tamaña enormidad fuera algo habitual en la zona–. ¿Eligieron ya el vino?
            –Sí. Bodegas Castillo-Gracia, crianza del 95 para empezar. Después tomaremos un gran reserva del 82. Y agua. De este año.
            –Por supuesto –comentó, muy serio, el camarero, que recuperó los menús y se marchó, pasando por alto la broma del agua.
            –¿Vino? –pregunté atónito, sin poder imaginarme bebiéndome solo tanto alcohol.
            –No pretenderás cenar con Coca-Cola en la Rioja, ¿verdad? –respondió ella, irónica.
            –Pues no era mi intención, pero tú no...
Su sonrisa de niña me hizo callar de inmediato. Estaba claro que me aguardaba una sorpresa, pero en modo alguno la que me llevé un rato después.
            Como soy persona de pocas palabras, salvo que quien hable sea mi interlocutor, las conversaciones conmigo suelen basarse más en el lenguaje no verbal que en los sonidos, así que ahí nos quedamos, observándonos mutuamente, yo intentando captar todo lo que ella pudiera decirme sin hablar. Sonreía, divertida, sabiendo que la estudiaba y demostrando con su posición que se encontraba muy a gusto, mientras yo intentaba pensar en algo que decir. Una voz profunda y cavernosa interrumpió mis pensamientos:
            –Señores, el vino.
            Con la botella del crianza en la mano el camarero dudó, sin poder decidir en la copa de quién de nosotros dos echaba el primer sorbo de vino, el de prueba. Alba le miraba, esperando, mientras él me miraba a mí, y yo mantenía una inexpresiva cara de circunstancias. El pobre hombre lo pasó mal un rato, mirándonos a uno y a otro alternativamente, sufriendo; su sentido común le decía que tenía que ser yo, por la costumbre, pero al fin y al cabo había sido ella la que había decidido el vino. Antes de que yo pudiera darle una ayudita, la mano de Alba me silenció señalando su propia copa. Al darse cuenta el camarero, respiró aliviado y rápidamente vertió un chupito del cárdeno líquido, que ella probó con delicadeza, dando a continuación el visto bueno. Después llenó hasta la mitad las dos copas, y haciendo una reverencia se marchó.
Apenas desapareció el camarero Alba apuró su copa hasta el final, de un solo trago, sin respirar y con los ojos cerrados. No dejó ni una sola gota de vino. Después, la llenó de nuevo hasta la mitad y me miró con sus ojos granate, luminosos y chispeantes bajo la débil claridad que nos bañaba.
            –Muy rico.
            No respondí.
            –Oh, vaya –sonrió–. ¿Sorprendido?
            –Sí.
            –Pobrecillo –me acarició la mejilla con su mano, en un gesto muy dulce que me turbó aún más si cabe que lo del vino–. ¿Te he molestado?
            –No, claro que no –respondí, azorado–, pero me siento un poco ridículo. Tú dijiste que no bebías vino...
            –Te debo una explicación, ¿no?
            –¿A ti qué te parece?
            –Es cierto lo que te he dicho... casi todo. Mi familia no tolera el vino, ni ningún otro tipo de alcohol, con una única excepción: el nuestro.
            –¿Vuestro?
            –Sí –pareció pensar por un instante lo que me iba a decir–. Yo me llamo Alba Castillo-Gracia. Las bodegas que producen este vino son de mi familia. Pero ya hablaremos de eso en otro momento. Ahora, bebe.
            Me acercó la copa, empujándola suavemente con su mano aceitunada. Tan cerca, vino y piel parecían tener el mismo tono, el mismo color que sus ojos, rebosantes de algo que no me atrevía a interpretar.
            –Bebe, por favor.
            ¿Cómo negarse a la sugerencia de una mujer que te ofrece vino fabricado con sus propias manos? Así que bebí, tras aspirar los efluvios que huían de su cárcel de cristal transparente.
El vino era excelente, de color granate intenso, límpido y transparente; servido a la temperatura ideal, como unos diecinueve grados centígrados, tenía matices de fruta, canela y hierbabuena que dejaban en el paladar una agradable sensación amarga y fresca, suave al principio y de finas aristas ácidas en el final de boca.
            –¿Te gusta el vino? –me preguntó.
            –Sí, riquísimo. Pero no me dejes tomar demasiado, que yo en seguida me mareo –rogué, para justificar lo poco que iba a beber.
            –Y no podrás conducir...
            –Eso.
            –Ya lo haré yo. Bebe.
            Y llenó de nuevo las dos copas, apurando hasta el final, por segunda vez, la suya. Yo no dije nada, pero no pude evitar pensar que una cosa era que no le cayese mal el vino de su familia y otra muy distinta que se lo bebiera como si fuera agua. De forma egoísta también pensé que se nos iba a fastidiar la velada como siguiera así, de modo que intenté beber un poco más de lo que debía para que así ella bebiera menos. Lo cual, he de reconocer, no fue difícil, dada la calidad y frescura del vino, a la vez que inútil: cuando acabamos la botella, Alba pidió otra igual, que también fue prestamente liquidada.
            La carne llegó escoltada por la botella del gran reserva y dos copas limpias, cuya transparencia Alba comprobó al trasluz sin ningún recato.
            Tras el protocolo del camarero con la prueba del vino (en este caso ya no dudó), la propia Alba llenó las dos nuevas copas con el vino añejo, de un color marrón terroso.
            Como sabía que tenía que hacerlo, dijera lo que dijera, lo probé sin dilación, deleitándome sobre todo el regusto a madera que inundaba mis papilas gustativas, subiendo después por el paladar hasta la nariz, repitiendo el proceso una vez tragado, de dentro hacia fuera, con la primera exhalación de aire. Realmente exquisito.
            Llegado a este punto empecé a plantearme la posibilidad de pasarme definitivamente al agua, ya que estaba seguro de que Alba, si seguía bebiendo así, no sería capaz de conducir para llevarnos de vuelta a casa, y yo tampoco podría hacerlo si intentaba siquiera batirme en duelo alcohólico con ella. Sin embargo, durante el resto de la cena, todo mi concepto acerca de la resistencia de las personas al alcohol se fue por tierra. Ella sola acabó con la práctica totalidad de la botella, y de dos más. Curiosamente, después de todo lo que había bebido y lejos del coma etílico que era de esperar, no mostraba síntoma alguno ni en su voz, ni en su comportamiento, ni en su aspecto general, con la excepción de un sensible incremento del oscuro tono de su piel, que justifiqué con la difusa luz que nos iluminaba. Por mi parte, el único efecto que noté tras mi excesiva ingestión de alcohol fue el completo olvido de mis analgésicos, que no me hicieron ninguna falta durante la noche.
            Tras los postres (una fina y cuidada selección de dulces locales), casi me desmayo al ver el disparatado precio del dichoso vino en la cuenta que nos ofreció, muy amablemente, el camarero.
            –Es carillo, vuestro vino... –comenté impresionado.
            –Mucho –fue todo lo que respondió ella, altiva. Al mismo tiempo, me arrancó el papelito de la mano, sumó una cifra en él en concepto de propina, lo firmó con una firma elegante y florida y se lo devolvió al camarero. Él la tomó, la miró de soslayo, hizo una genuflexión tan exagerada que sólo con verla me provocó dolor de espalda, se dio la vuelta y se marchó.
            Yo me quedé con la boca abierta.
            –¡Eh, que iba a invitar yo! –protesté.
            –Ni lo sueñes –respondió tajante–. Estás en mi tierra, o lo que es lo mismo: en mi casa. Así que yo invito.
            –Pero...
            –No. –Y ese «no» fue un «no» indiscutible y final que resonó en mis oídos, como una campanada, mientras salíamos al fresco aire de la noche, más juntos de lo yo esperaba y menos de lo que deseaba.
Fue en mi coche, nada más entrar, donde nos besamos. Y donde no ocurrió lo que suponía que ocurriría.
            Normalmente uno se sorprende o asusta por las cosas inesperadas que ocurren. Pero lo que es verdaderamente raro es aterrarse por algo que no ocurre y que debería ocurrir, como si un día por la mañana no saliera el sol, o fuéramos a la playa a tomar un baño y nos encontrásemos con que no hay mar. Esas cosas sí que dan miedo.
            Yo sentí ese miedo mientras besaba a Alba, al no captar el sabor del vino en su boca.
            La damita se acababa de meter para el cuerpo casi cuatro botellas de vino y, aparte de que semejante hazaña no le provocara un colapso, su saliva, su aliento, toda ella carecía del característico olor a vino que empapa las células del que lo bebe hasta mucho tiempo después de haberlo bebido.
            Ella sabía a ella, y a nada más.
            Me separé instintivamente. Alba, sin comprender, me miró con sus ojos cereza, preguntándome con la mirada, pero no dijo nada. Yo me quedé mudo. ¿Cómo decirle que me sorprendía que no oliera a borracha? Soy un caballero y decir esas cosas estaba fuera de toda discusión, así que le dije que había comido y bebido demasiado y que no me encontraba bien.
            –Verás –volví a intentar sincerarme–, es que no he estado muy bien, y aún me estoy medicando. Y las drogas no casan con el vino. Por eso te dije que no era un turista: Jacobo y yo estamos de vacaciones para ver si acabo de recuperarme.
            Alba aceptó mi explicación, y no dijo nada más, aunque su expresión no me permitió estar seguro de si se la creía o no.
            –No te preocupes, de verdad –concluí–. Venga, te llevo a casa.
Apenas hice la propuesta Alba enmudeció, y casi me pareció ver en la penumbra del coche que se ponía tensa. Me avergoncé sin razón, y reaccioné de un modo estúpido justificando lo que en modo alguno era una proposición:
            –No, no, quería decir que te llevo a tu casa y te dejo en la puerta, no estaba insinuando nada, es decir, no te proponía que tú y yo... bueno, eso, que te llevo y ya.
            Ella sonrió con esfuerzo ante mis tribulaciones:
            –Claro, no te preocupes, ya te entiendo. No pasa nada. Te agradezco mucho que me acompañes. –Y agregó con humor–: A estas horas lo iba a tener difícil para tomar el autobús...
            Desde que atravesamos la verja barroca con el escudo heráldico que delimitaba las propiedades de su familia pasaron al menos diez minutos hasta que divisamos la silueta de la casa. Estábamos a unos quince kilómetros de San Asensio, en mitad de la nada más desolada. Pude apreciar interminables y monótonos campos de vid a derecha e izquierda, salpicados de tanto en tanto por claros unidos a la carretera por pequeños caminitos pelados que servirían para los vehículos que recogían la uva en tiempos de vendimia.
            Una nueva verja, más recargada y alta que la precedente, franqueaba el paso a la zona de la casa propiamente dicha, a la que se llegaba tras recorrer unos cientos de metros de arbolado y jardines. Como la primera, la verja se abrió sin que Alba hiciera nada, excepto mirar de frente a la pequeña cámara que estaba camuflada entre las enredaderas que la adornaban, serpenteando.
            Siguiendo sus indicaciones dejé el coche en la puerta, y ya me disponía a despedirme de ella cuando me preguntó, con una expresión igual al que pregunta la hora por la calle:
            –¿Quieres entrar?
            La inquietud me dio un empujón por la espalda, juguetona. Noté que se me calentaba el rostro y se me aceleraba el pulso, pero Alba tiró de las riendas de mi imaginación antes de que se desbocara:
            –Tranquilo. Mi padres andarán todavía por ahí. Se acuestan muy tarde. ¡Y no sabía yo que fueras tan tímido!
            Sintiéndome pillado en un renuncio, como un niño, asentí agachando la cabeza y entré detrás de ella.
            Según me explicó Alba, la casa no era sólo una casa. Dentro de la gran extensión que ocupaba estaban la vivienda, la planta de producción vinícola y la bodega donde, por un lado, se criaban en barricas los vinos recién elaborados y, por otro, se almacenaban y envejecían las botellas llenas, listas para su consumo.
            Nada más entrar salió a nuestro encuentro la madre, una mujer alta y rubia de ojos azules que había cedido sus rasgos de muñequita a la hermana pequeña. Me observó al presentarme y enseguida me dio un abrazo y un par de besos maternales que, junto a su cautivadora sonrisa, me envolvieron y me hicieron sentir de repente como si estuviera en mi propia casa.
            La conversación atrajo al padre, que llegó sonriendo desde lejos. Mucho mayor que la madre y de lo que yo, no sé por qué, me esperaba, me tendió la mano desde lejos, estrechando la mía con fuerza, pasión y afecto.
            Nada más verle supe que era un auténtico Castillo-Gracia: el pelo, blanco en su gran mayoría, conservaba aún algunos mechones cobrizos por encima de la nuca, la piel aparecía cetrina y muy arrugada y los ojos, pequeños y observadores, eran granates como un rubí.
            –¿Tiene prisa? –me preguntó cuando las presentaciones y la cháchara de rigor hubieron llegado a su fin.
            –Pues... bueno, es un poco tarde... –pensé sobre la marcha cómo decir que no sin que se notara que era un «no», pero sin que quedara duda de que lo era–. Anoche apenas pude pegar ojo y hoy ha sido un día muy largo. –Miré a Alba, que estaba seria–. La verdad es que estoy que no me tengo en pie.
            –Claro... –comprendió, y creo que no se ofendió–. Pero sí que tiene unos minutos para tomar un vino, ¿verdad? Ya le habrá explicado Alba que nosotros...
            –Sí, papá –le interrumpió ella–, ya le he contado que somos productores. Pero te ha dicho que está cansado y que no...
            –Sólo una copita... –Había como un ruego en su voz. Era obvio que me iba a ofrecer un vino de los suyos, y no quise decepcionarle. Hubiera sido como negarse a conocer a la mujer de alguien que te la quiere presentar.
            –Por supuesto, con mucho gusto –acepté finalmente–. Pero sólo una, que hoy ya he bebido bastante.
            Muy satisfecho, se dio la vuelta mientras me hacía una seña con la mano para que le acompañara. Alba me siguió, escoltándome, y la madre desapareció por un pasillo a la derecha.
            Entramos en lo que debía de ser, por su tamaño y configuración, el salón de la casa. Era una amplísima estancia decorada muy espartanamente, con una larga mesa de madera basta en el centro y sillas a los lados. De las paredes laterales colgaban cuadros bastante feos de paisajes; enfrente se abría una enorme chimenea y, a su derecha, un montón de aperos de labranza colgados de la pared, junto a un gigantesco rosario de cuentas de madera. Sobre la chimenea destacaba una especie de panfleto de papel enmarcado en madera, amarillento y en apariencia muy antiguo, con dibujos de viñas y bodegas, y un texto escrito con ornamentadas letras negras. Incitado por la curiosidad me acerqué un poco hasta poder leerlo. De todo, llamó mi atención un párrafo:
            «El vino aumenta la fuerza muscular, exalta el sentido generativo, estimula el sistema nervioso y psíquico, rinde fácil la elocuencia, empuja a la benevolencia, predispone a la asociación, al perdón y al heroísmo, anima la fantasía, hace lúcida la memoria, aumenta la alegría, alivia los dolores, destruye la melancolía, concilia el sueño, conforta la vejez, ayuda a la convalecencia y da aquel sentido de euforia por donde la vida transcurre leve, larga y tranquila».
            –No sabemos quién lo escribió –relató el padre–. Ha estado en nuestra familia desde siempre, cuando algún antepasado decidió que el vino era la razón de su vida y que a él le iba a dedicar la suya y la de sus descendientes. –Se rió suavemente–. Ingenioso, ¿verdad?
            –Sí, ya lo creo. –Y me atreví a comentar–: Sobre todo me gusta eso de que exalta el sentido generativo...
            –Nosotros no tenemos ni idea de a qué se referiría. –Se rió con ganas, aceptando de buen grado la broma.
            Me indicó que tomara asiento, mientras él desaparecía por otra puerta, seguido de su hija. Pude entrever que descendían unas escaleras, así que imaginé que bajaban a la bodega.
            En efecto, cinco minutos más tarde (durante los que me dediqué a contemplar la estancia, tamborileando expectante con los dedos sobre la mesa de madera) retornaron ambos, portando tres botellas de vino y tres copas que depositaron frente a mí, sobre la mesa.
            Las botellas eran de cristal verde oscuro y carecían de etiqueta o de cualquier otro tipo de identificación, pero estaba claro que contenían vino, elegido por ellos para mi deleite.
            Con un sacacorchos metálico de cinco vueltas el hombre abrió una de ellas, con indiscutible maestría y experiencia de años, y olió el corcho durante un segundo. Lo que captó pareció satisfacerle, porque sonrió y vertió un poquito en una de las copas. El vino era de un color rojo granate, transparente y limpio. De forma imprevista, fue él, y no su invitado, o incluso su hija, quien probó el vino en primer lugar, después de verificar, alzando la copa, su hermoso y cristalino color rubí.
            Lo bebió con los ojos cerrados, aspirando primero su aroma. Me pareció que se reencontraba con alguien muy conocido y amado. Viendo su expresión placentera me pareció que ese primer trago era como un primer beso previo a una apasionada sesión de amor.
            Se sentaron frente a mí, al otro lado de la mesa, y entonces Alba llenó mi copa hasta la mitad, acercándomela. En ese momento volvió la madre, que distribuyó unas bandejas con pinchos destinados a acompañar el selecto vino familiar. También se sentó frente a mí, de modo que me quedé en un lado de la mesa, de cara a los tres miembros de la familia que me miraban fijamente y muy sonrientes, lo cual achaqué a la satisfacción que les producía compartir con alguien el fruto de su trabajo, del que tan orgullosos se sentían.
            La sonrisa se hizo más amplia en cuanto tomé la base de la copa, levantándola y contemplando el transparente tono rojizo de la bebida. Me pareció que se aproximaban un poco a mí al mismo tiempo que yo acercaba la copa a mis labios. Me detuve un instante, con la repentina sensación del que se va a tomar un veneno en presencia de los ejecutores que aguardan impacientes el resultado. Mi pausa pareció impulsarles a acercarse más, y sólo les faltó ayudarme, empujando la copa con sus propias manos. Finalmente vencí mis reticencias y bebí; al fin y al cabo poco tenía que perder, aunque el rojo vino fuera cicuta pura.
            Pero no. El vino era vino. Un vino incomparable, infinitamente mejor que los que había bebido en el restaurante. De pardos brillos teja, era sin duda un vino añejo, muy viejo, pero que aún conservaba los matices de fruta fresca y madura, con regusto final a menta, canela y otras especias.
            Y también a algo más que fui incapaz de reconocer, y que encendió una señal de alerta en mi deteriorado interior. Algo con fondo dulce y una pizca de sal, muy diluida en el todo que componía un conjunto tan artístico.
            No me dieron tiempo a demostrar mi agradecimiento por hacerme conocer semejante delicia: de repente, padre e hija se lanzaron a llenar y consumir ávidamente sus copas, como dos lobos hambrientos sobre su presa, como dos drogadictos con síndrome de abstinencia frente a la jeringuilla, como yo mismo ante los analgésicos, como si, en resumen, les fuera la vida en ello. No pareció sorprenderles mi expresión de pasmo, ni en ese momento ni en todos los momentos posteriores correspondientes a otras tantas copas de vino, hasta que cayó la primera botella.
            Y después, las demás.
            No me pilló por sorpresa observar que también la piel del padre se oscurecía progresivamente a medida que bebía más vino, al mismo tiempo que sus ojos pasaban del color granate al marrón oscuro, igual que había ocurrido en el restaurante con Alba, sin dejar traslucir el menor síntoma de embriaguez. Intentando hallar una razón que lo explicara supuse que estaban tan acostumbrados a su vino que ya no les afectaba, motivo por el cual no bebían ningún otro. Aunque me seguía pareciendo humanamente imposible. Por mi parte no escatimé halagos para lo que me parecía una auténtica delicia, cuando el patriarca me preguntó mi opinión acerca del vino.
            –Vuelva mañana por la tarde y le mostraré la planta de producción y las bodegas –me propuso sonriendo cuando ya me iba a marchar. Yo acepté la invitación por cortesía, pues aunque siempre había querido aprender sobre ese mundillo desde dentro, guiado por alguien de verdad implicado, en aquellos momentos ya me daba igual quedarme sin conocerlo.
            Alba, al contrario que su padre, no pareció muy interesada en el asunto.
            –Es que siempre tiene que importunar a las visitas con su vino y sus bodegas –me explicó cuando salimos de la casa, muy disgustada–. No se da cuenta de que puede haber a quien no le interese en absoluto.
            –Déjale, mujer –tercié yo–. Él disfruta con ello, lo mismo que tú durante la cena. Para él es importante, es algo muy suyo, y hay que entenderlo.
            –Ya, sí, pero es que... Bueno, es igual, tienes razón. Gracias por traerme, nos vemos mañana. –Me dio un rápido beso en los labios que no me supo a nada y se metió de nuevo en la casa.
            De camino al pueblo me asaltó de nuevo la inquietante sensación que ya me había intrigado durante la cena en el restaurante: yo también había bebido bastante (el vino estaba tan bueno que no pude resistirme), no sólo más de lo que debía, sino más incluso de lo que había bebido nunca en una sola sesión. Sin embargo, ahora que conducía en mitad de la noche cerrada sintiendo una lucidez mental extraordinaria, volvía a comprobar con sorpresa y placer que lo único que el vino, que ese vino, provocaba en mí era la total anulación del permanente ramalazo de dolor que siempre resistía aferrado a todos y cada uno de mis huesos, incluso cuando los calmantes estaban haciendo su más intenso efecto. Me dio un poco de miedo especular que, al igual que sus productores, acabaría haciéndome adicto a esa bebida.
            Si tuviera tiempo.
            Cuando de madrugada entré en mi habitación me extrañó un poco no encontrar durmiendo a Jacobo, pero no pensé mucho en ello, ya que estaba tan cansado y me sentía tan bien que me dormí casi inmediatamente, olvidándome incluso de la preceptiva dosis de analgésico.
            Fue al despuntar el día cuando pagué mi negligencia nocturna, al despertar retorciéndome de dolor mientras buscaba las pastillas olvidadas en el bolsillo de mi cazadora. Cuando conseguí aplacar un poco el hambre de la bestia me di cuenta de que la cama de Jacobo seguía sin él dentro y sin deshacer. Abajo, la monjita me dijo que no había ningún mensaje suyo, así que supuse que habría estado de juerga con María toda la noche y que probablemente me lo encontraría por la tarde en su casa.
            Para despejarme me fui a pasear por el pueblo, intentando en vano que el tiempo pasara más deprisa. Durante toda la mañana me sorprendí pensando a cada instante en Alba, dando mil vueltas al asunto y padeciendo la creciente angustia que me producía la certeza de que, a pesar de todo, no existía futuro alguno para nosotros. Me sentía desolado y, a la vez, culpable por no compartir mi secreto con ella, por no darle la oportunidad de elegir.
            Comí de mala manera en un bar (con un buen vino que, después de haber probado los Castillo-Gracia, me supo a garrafón) y volví al albergue para cambiarme de ropa y prepararme para la visita, mientras todo lo que hacía estaba presidido por unos ojos refulgentes de tonos picota.
            Cuando por fin llegué a su casa, Alba hizo amago de besarme en los labios, pero yo me limité a plantarle dos besos en las mejillas. No podía hacerle la faena de ilusionarla con algo imposible por culpa de la brevedad de mi futuro. Ella sólo me miró y me sonrió con una gran dulzura, dándome la sensación de que me entendía, de que sabía lo que pasaba en mi mente y en mi cuerpo.
            Me acompañó hasta el salón, ahora cálidamente iluminado por la luz natural que entraba por los diversos ventanales que se abrían a la calle y en los que no había reparado antes por estar cubiertos por humildes pero hermosas cortinas, totalmente integradas en el resto de la sencilla decoración. Sentado a la mesa estaba su padre, que al verme se levantó dirigiéndose hacia mí con una sonrisa y la mano afectuosamente extendida. Yo le tendí la mía, que él estrechó con las dos suyas de un modo muy efusivo, haciéndome sentir bien.
            Inmediatamente me informó de que primero veríamos la planta productora, avisándome de que la íbamos a encontrar vacía, limpia y muda, pues la temporada aún no había comenzado. Como si fuera otra visita turística, el propietario me mostró, con alegres y pormenorizadas explicaciones, todo el proceso de producción del vino de su familia, desde la maceración de la uva hasta la fermentación del mosto en depósitos de acero inoxidable. Al llegar a este punto tuve que preguntarle acerca de los ingredientes secretos de los que nos habían hablado en las bodegas del día anterior.
            –¡Claro! –exclamó, riendo y guiñándome un ojo–. Nosotros también tenemos un componente secreto. Pero como su propio nombre indica, es un secreto, y no se lo puedo revelar...
            Volvimos al salón, donde Alba se entretenía preparando cosas en la inmensa mesa de madera. Al verla afanarse en platos, cubiertos, copas y pinchos variados empecé a esperarme el paso previo por la mesa para la consabida e ineludible cata de los vinos. Como si estuviera pensando en voz alta, el cabeza de familia me tomó del brazo, arrastrándome feliz y contento hacia la puerta por la que había desaparecido la noche anterior, en busca de los excelentes caldos familiares.
            Alba se despidió de mí, cuando me volví para mirarla, con una sonrisa y un suave encogimiento de hombros.
            Nada más traspasar la puerta nos encontramos con una empinada escalera por la que no cabíamos los dos juntos. Entonces él se adelantó, y yo le seguí. Pude observar que el estrecho túnel por el que descendíamos (y que yo tenía que recorrer algo agachado para no golpear mi cabeza contra el techo) estaba maravillosamente cubierto de ladrillo rojo, formando bellos dibujos que me parecieron de estilo árabe. Adivinando mis pensamientos me explicó que había sido él personalmente quien había realizado tan laborioso trabajo, partiendo de un agujero en la tierra que llevaba a la cueva por una pronunciada y peligrosa pendiente, muchos años atrás.
            El recorrido parecía interminable, y la temperatura iba disminuyendo a pasos agigantados, hasta casi tornarse auténticamente fría. Empecé a sentir claustrofobia, y ya pensaba en la cantidad de metros de tierra que se amontonaba sobre nuestras cabezas cuando llegamos al final del recorrido.
            La escalinata terminaba en una amplia, amplísima bóveda natural sin desbastar que se iluminó con una luz macilenta cuando pulsó un interruptor en la pared, desvelando un número incontable de botellas tumbadas bajo capas de polvo en estanterías que se extendían por toda la cava, repartidas en diferentes zonas que debían de albergar vinos de diferentes añadas.
            –Aquí guardamos botellas de cosechas que tienen más de cien años –me dijo pensativo mientras le quitaba el polvo a la que tenía más cerca–. Éstas nunca alcanzarán el mercado, aunque son lo mejor que ha producido nuestra familia. Las guardo por amor, ya que muy raramente abrimos alguna.
            –Entiendo –dije intentando comprender lo que me parecía incomprensible–: como el que colecciona sellos, que nunca los pegaría en una postal para enviar desde la playa.
            –Eso es –sonrió, comprendiendo mi pobre ejemplo–. Alguna de estas botellas alcanzaría en una subasta un precio que no se puede ni imaginar. El vino es mucho más que una bebida: como un hijo, es un auténtico tesoro. Y uno nunca vendería a un hijo...
            Mientras recorríamos los altísimos estantes plenos de botellas sentí un poco de tristeza: allí había cientos, miles de ellas almacenadas; eran como pequeños seres que me hablaban con susurros de los años que habían pasado allí, en oscuridad y silencio, sólo acompañadas de otras botellas, décadas de vida que, al final, de poco iban a servir, porque nadie podría escuchar jamás su sabiduría.
            –Vamos, por aquí se entra a la zona de crianza –interrumpió mis cavilaciones mientras empujaba una puerta que se abría en un muro, al otro extremo de la cava.
            –¿Crianza? –pregunté, intentando adivinar en dónde nos encontrábamos si no.
            –Claro –respondió, extrañado de mi ignorancia–. El vino envejece en la botella, pero se cría en la madera. ¿No lo sabía?
            Si la sala de las botellas me había pasmado por su amplitud, la de crianza lo hizo por sus gigantescas dimensiones. Se extendía a derecha e izquierda al menos cien metros de pared a pared, y su profundidad era indeterminada, al perderse en la oscuridad. Hasta donde la luz llegaba había barricas de madera color caramelo, apiladas unas sobre otras en cinco filas que ocupaban la totalidad de los más de seis metros de altura de la gruta y distribuidas en tres zonas separadas por pasillos de un par de metros por los que se podía transitar cómodamente.
            Debía de haber miles de barricas allí amontonadas.
            –Aquí esperamos a que el vino crezca –explicó mi guía mirando y acariciando uno de los barrilitos–, a que se haga mayor, a que se tranquilice. Cada una de estas barricas tiene 225 litros, y son de roble blanco americano. La función del roble es acompañar y realzar los aromas propios del vino, servirle de base y mezclarse con él discretamente. La calidad del vino la da el sabor a roble nuevo, por lo que las barricas se usan seis o siete años y después se renuevan; las maderas viejas –concluyó– no aportan absolutamente nada al vino aunque, como en todo en esta vida, hay excepciones.
            Llegado a este punto se calló, y yo no pedí más detalles, por no demostrar más claramente mi ignorancia supina.
            Tras caminar un rato por uno de los corredores llegamos a una intersección, a la derecha de la cual se abría un estrecho ramal. Un leve brillo atrajo mi mirada hacia la pared del fondo, donde descubrí lo que podía ser una puerta que destellaba con matices metálicos. Sin pensarlo me encaminé hacia allí, seguido en silencio por mi acompañante, que no hizo nada por detenerme. Al llegar al extremo del largo pasillo y encontrarme con lo que efectivamente era una puerta blindada pensé que no tenía mucho sentido tener en la bodega lo que supuse que sería la caja fuerte de la familia, pero por discreción y sentido de la oportunidad me abstuve de comentar nada.
            Permanecimos allí, contemplándola, un par de minutos, hasta que el hombre se dio la vuelta y despacio deshizo el camino andado. Yo le seguí sin abrir la boca.
            –Los barriles de la zona de la izquierda contienen los vinos que acabarán siendo crianzas –continuó explicándome mientras volvíamos, eludiendo el tema de la puerta–. Los del centro serán reservas, y los de la derecha, grandes reservas. Luego de estabilizarse más o menos tiempo en la madera pasarán años en la botella donde, como ya le dije, se harán viejos. La mayor parte se destina al consumo público, aunque sólo se distribuyen por la región. Otros, una minoría, nos los quedamos nosotros.
            –Pero sin bebérselos todos –quise recordar.
            –Sólo algunos –matizó–. Y sólo en ocasiones muy especiales.
            –Y el que tomamos ayer, ¿de qué tipo era? –pregunté ingenuamente.
            –Secreto de familia –me respondió él inmediatamente, recuperando la sonrisa. Y añadió, orgulloso–: Pues si le gustó el de ayer, ya verá el de hoy.
            En ese momento dio por terminada la visita y se dirigió de nuevo a la salida, pero antes de emprender el ascenso por las empinadas escaleras hizo una pausa en la zona de las botellas. Pareció meditar unos instantes y luego se perdió por entre las estanterías llenas. Volvió al cabo de un minuto con seis botellas no identificadas en sus manos. Después, volvimos arriba.
            Cuando mis ojos, acostumbrados a la penumbra de la cueva, se adaptaron de nuevo a la intensa luminosidad del salón vi que durante nuestra ausencia todo había sido preparado para recibirnos: la mesa lista, las suculentas viandas dispuestas, las dos mujeres sentadas y sonrientes, las tres copas de cristal transparente... y las botellas de vino que fueron distribuidas por el padre, con sumo cuidado, entre los platos de comida.
            El vino, una vez más, resultó ser soberbio, aún mejor que el del día anterior, lo más rico que había probado nunca. Pero lo que más me agradó fue que al tomarlo me sentí de maravilla, sin el más mínimo dolor, sin una molestia siquiera, lo que me animó a beber, una vez más, bastante más de la cuenta.
            Lástima que el momento se enturbiara por el lamentable espectáculo que suponía ver a padre e hija tragando vino como si compitieran para batir un récord.
            Un buen rato después, cuando todas las botellas estaban ya vacías, me puse en pie, despidiéndome de los progenitores con mis más sinceras muestras de admiración y agradecimiento. Ellos, como única respuesta a mis alabanzas, sólo me dijeron adiós con una leve inclinación de cabeza. Alba me acompañó a la calle, donde nos encontramos de frente con María, que volvía a la casa.
            Sola.
            La saludé afectuosamente y, de paso, le pregunté por Jacobo.
Ella me miró con una expresión que me pareció a medias entre distraída y preocupada. Miró a su hermana, que permanecía impasible, y entró en la casa. Pero lo que de verdad me inquietó fue que Alba tampoco dijera ni preguntara nada. Algo raro estaba pasando allí, de eso no cabía la menor duda, pero creí mejor no insistir, y volví al albergue en mi coche.
            Jacobo no había vuelto, y Sor Llavero no tenía nota alguna de su parte. Haciendo caso omiso a la expresión desaprobatoria de la anciana volví a la habitación, y me senté en la cama para meditar los pasos que daría a continuación.
            Serían las tres de la madrugada cuando detuve el coche a unos cinco minutos a pie de la vivienda de los Castillo-Gracia, tras haber atravesado la verja de la entrada a la hacienda que, incomprensiblemente, me encontré abierta y sin ninguna vigilancia.
            También estaba abierta la cancela de la casa, y hasta la misma puerta de entrada. Yo, como no soy estúpido, me di cuenta en seguida de que la familia me esperaba. No sé por qué seguí adelante, lo más sensato hubiera sido abandonar y buscar a mi amigo en otra parte, o avisar a la policía, pero la certeza de que mi visita no era inesperada y la amistad que sentía por él me impulsaron a continuar avanzando, muy tranquilo, aunque preparando inconscientemente en mi cabeza un discurso exculpatorio para cuando llegara el momento en que me descubrieran merodeando por allí sin haber sido invitado.
            Atravesé el desierto salón, sólo iluminado por la luna, y tras abrir la puerta de la inmensa bodega (que no tenía la llave echada) descendí la empinada hilera de peldaños hasta llegar al fondo de la cueva. Como si un sexto sentido me estuviera gritando en el oído dónde buscar, corrí entre botellas primero, y entre barricas después, hasta hallarme frente a frente con la enorme puerta metálica que había visto en mi visita anterior. Encarándola, sólo necesité apoyar mi mano sobre ella para que, con un susurro suave, se abriera lentamente.
            Este acto activó la conexión, no de una estridente alarma, como sería de esperar, sino de una luz acogedora y leve que me recibió con los brazos abiertos, mostrándome gozosa al morador de la sala.
            Era otra barrica de roble.
            Pero ésta era diferente de las demás, ya que ocupaba la casi totalidad de los aproximados diez metros cúbicos del recinto abovedado, dejando su forma ovalada apenas hueco para rodearla. Era, en una palabra, titánica.
            De la parte trasera surgían, ocultas en gran parte a la vista, dos tuberías de metal grisáceo que ascendían y se perdían por dos boquetes abiertos en el techo, lo que junto a un soporte férreo con forma de patas la asemejaba a un insecto gigante, gordo y panzón. Encorsetada con fuertes tirantes de metal, la madera de que estaba construida se veía viejísima y su color, muy oscuro, hacía tiempo que había dejado de ser marrón. Aparecía húmeda a la vista, y al acercarme y tocarla descubrí que el brillo estaba producido por la condensación del aire en su superficie, que estaba muy fría.
            Pero todo pasó a un segundo plano cuando observé el frontal, donde sólo aparecía una inscripción negra, una fecha, grabada a fuego en la madera: «Año de Nuestro Señor de 1515». Eso, increíblemente, significaba casi quinientos años. Debajo del rótulo, un gran grifo de madera negra, del que no goteaba nada.
            No tuve más tiempo para asombrarme. De algún sitio detrás de la barrica y hasta entonces escondidos por su mole aparecieron tranquilamente Alba y su padre. Cada uno por un lado la bordearon hasta llegar y detenerse frente a mí. Los miré a una y al otro: estaban muy, muy serios, mirándome a su vez con cara de pocos amigos.
            El hecho de que no viera que portaran armas no me tranquilizó, pero esperé, absolutamente inmóvil, hasta que alguno de los dos se decidiera a decirme algo.
            Fue Alba quien rompió el hielo, con una voz que me sonó más triste que enojada.
            –Hola.
            –Eh... hola –dije, sin tener ni idea de lo que iba a pasar.
            –¿Qué haces aquí?
            –¿Serviría si te dijera que estudiando la producción de los vinos Castillo-Gracia? –respondí pensando que el humor podría aflojar un poco la tensa situación.
            –No creo que sea para broma –respondió ella elevando un poco la voz y aproximándose unos centímetros a mí–. Te has colado en nuestra casa sin permiso.
            –¡Pero estaba todo abierto! –me justifiqué–. Parecía que me estabais esperando... –Su silencio me animó–: ¿O no?
            –Sí. –De repente se relajó, su cuerpo se aflojó, y casi, casi sonrió–. Es cierto, te estábamos esperando.
            –¿Y eso? –pregunté, intentando aparentar ingenuidad.
            –¿No te lo imaginas? –No llegó a sonreír del todo y yo, en lugar de sosegarme, sentí un escalofrío.
            –¿Debería? –insistí en mi ingenuidad. Y entonces contraataqué, señalando la barrica–: ¿Qué hay ahí dentro?
            –Pues vino –dijo ella, tranquila y aparentemente sorprendida por mi pregunta–. ¿Qué otra cosa podría haber?
            El padre, de repente, cortó en seco nuestra amistosa conversación.
            –¿Quiere saber lo que hay en la barrica, hijo? –me preguntó, recorriendo con su vista la estancia hasta apoyarla en el tonel.
            –Sí, señor –respondí humilde y dócil, calmado por su voz suave.
            Pero antes de que él pudiera continuar, lo volví a sentir: el dolor, atacándome a traición con una furia que jamás antes había sentido. Me doblé, intentando en vano amortiguar el espanto que me devoraba las entrañas, como una aguja incandescente que penetrara en mi organismo siguiendo y adaptándose al recorrido de mis nervios.
            En mi agonía pude vislumbrar que el padre miraba a la hija con expresión triste; ella le devolvió la mirada y asintió de modo apenas perceptible. El anciano suspiró y se acercó a mí, con sus tranquilos ojos granate fijos en mis ojos asustados. Yo temblé, sin poder moverme, de rodillas en el suelo, esperando y deseando que de un momento a otro alguien sacara por fin el arma que acabara con mi sufrimiento de una vez por todas.
            Agachado frente a mí, puso sus manos en mis hombros. Yo noté su calor, pero más aún sentí el ardor de sus ojos de fuego. Pasaron largos segundos, un transcurrir de tiempo que se me hizo eterno. Creí ver lágrimas en su curtido rostro.
            De repente deshizo el conato de abrazo y se dirigió hacia la barrica. La acarició con una mano temblorosa.
            Alba sacó de algún lugar un vaso de grueso cristal, que entregó a su padre. Él lo tomó, dándome la espalda y situándolo bajo el grifo de madera. Lo giró un cuarto de vuelta y un espumeante chorro de líquido rojo como la sangre brotó ansioso de la espita, llenando el vaso en un instante. Se lo dio a la hija, que lo tomó entre sus manos con extremo cuidado.
            Alba se acercó a mí y me lo ofreció. Yo estaba a la vez aterrado y confundido. Me negué, volviendo el rostro pero incapaz de alejarme, ni siquiera de moverme. Ella insistió, acercando el vaso a mi boca con un movimiento brusco. No bebí. Sentía como mi razón se iba anulando, poco a poco, por el creciente dolor. En ese momento mis ojos debieron de mostrar auténtico terror, porque tras clavarme sus ojos llameantes se alejó de mí. Y fue entonces cuando, por fin derrumbado por el dolor, caí al suelo, abatido y resignado. Ya no me importaba ni Jacobo, ni esa familia espantosa, ni ninguna otra cosa que no fuera mi sufrimiento, mi enfermedad y mi inminente muerte. Al menos les iba a privar del placer de acabar conmigo arrojándome dentro del gigantesco barril.
            Al verme tirado y retorciéndome en el suelo, Alba se giró de nuevo, volvió junto a mí y se arrodilló a mi lado. Volvió a ofrecerme el vino. Puso su mano en mi nuca, y el borde del vaso en mis calenturientos labios. Sólo me dijo, muy dulcemente con una voz que me pareció plena de amor: «Bebe». Lo que intuí en esa simple palabra no podré explicarlo jamás. De repente supe que no iba a hacerme ningún daño, y que podía confiar en ella. Ya sin dudar, bebí del vaso que me ofrecía.
            Un segundo, dos, tres, y los sabores explotaron, recorrieron mis labios, mi lengua, mi paladar, extendiéndose por toda mi boca, ampliándose, invadiéndome de olor, tacto y gusto. El líquido rojizo era, sin lugar a dudas, vino. Pero distinto. Diferente a cualquier otra cosa que hubiera probado antes. Un sabor fuerte. Intenso. Cambiante segundo a segundo. Especias, frutas y frutos, madera, savia... y algo indescriptible que ascendió por mi garganta hacia la parte interna de mi rostro, que trepó por el fondo de mi nariz y siguió más allá, hasta llenarme por completo la cabeza. Un sabor que más que sentirse se percibía, cuyos matices de suave dulzura y mil cosas más fueron creciendo y creciendo hasta casi hacerme perder la capacidad de discernir.
            Lo recibí en mi estómago encogido con una sensación de frío, que me hizo consciente de sus límites dentro de mi cuerpo. De ahí pasó a mi vientre, como una sonda, y de ahí, un instante después, a mis venas. Mezclándose en mi torrente sanguíneo, como algo vivo dotado de conciencia propia, el frío se transformó en un calor intenso que recorrió cada arteria, vena y capilar de mi sistema circulatorio, expandiéndose, asaltando y empapando cada uno de mis órganos, llegando hasta la misma médula de mis deteriorados huesos.
Y el dolor desapareció.
            Abrí mucho los ojos, desconcertado; Alba recuperó su calma, tal vez halagada por el asombro que se reflejaba en mi ardiente rostro.
            –¿Te gusta? –preguntó, mirándome fijamente, aunque no esperaba una respuesta.
            Yo sólo pude permanecer callado, emocionado como sólo se puede emocionar un adulto que descubre algo nuevo que siempre ha estado escondido, mirando sus ojos de vino que en esos momentos me gritaban todo lo que sus palabras todavía no me querían decir. Sólo la miré, y ataqué con ansia el resto del contenido del vaso.
            Después, muy despacio, ella se puso en pie, sin decir nada. Yo la imité, sintiendo cómo mis músculos, dotados de una nueva fuerza, respondían obedientes a mis deseos como hacía tiempo que no ocurría.
            El padre, testigo mudo hasta entonces, recuperó el vaso de mis manos y lo volvió a llenar del vino de la gran barrica. Lo alzó a la luz y, después de mirarlo, y olerlo, y volverlo a mirar, se lo entregó a su hija, quien lo bebió de un trago.
            Lo llenó otra vez. Cuando el líquido bermellón saltó contento hacia la luz cristalina del recipiente, repitió el protocolo con él mismo, tragándolo sin respirar.
            Ambos me miraron. Y entonces aprecié cómo sus ojos, hasta ese momento del color granate al que ya me había habituado, adquirían en cuestión de segundos el matiz sangriento del rojo vino que acababan de ingerir. El cano pelo del hombre se tornó cobrizo, y el cobrizo de la chica, cetrino. Al mismo tiempo la piel de ambos (manos, brazos, cuello, rostro, todo lo que estaba a la vista) se oscureció hasta el punto de parecer hecha de la misma madera de roble vieja y ennegrecida con la que estaba fabricada la barrica que se levantaba, majestuosa, a sus espaldas.
            –¡Dios mío! –pude por fin exclamar–. ¿Qué es esto?
            –Vino –respondió Alba suavemente–. Sólo vino.
            –¿Sólo vino? –casi grité–. Pero, ¿qué me estás diciendo, Alba? ¡Esto es lo más... lo más...!
–intenté hallar una palabra adecuada que lo describiera, pero ante la imposibilidad de hacerlo, usé una más normal– ¡...lo más increíble que me ha ocurrido nunca!
            –Entonces –dijo satisfecha–, ¿te ha gustado nuestro vino?
            –¿Cómo que si me ha gustado? –respondí, muy alterado–. ¡Es alucinante, fantástico, lo más delicioso que he probado nunca! Pero eso no es lo que me altera, sino sus... sus efectos en mi... en mi...
            –¿En tu organismo? –terminó mi frase.
            –Sí, eso precisamente –respondí todavía confuso.
            –¿Cómo te sientes? –me preguntó, acariciando mi mejilla con su mano.
            –No lo sé... Como nunca me había sentido, creo –afirmé, tras dudar un poco–. Incluso mejor que antes de mi...
            –¿De tu enfermedad? –terminó otra vez mi frase.
            Por un segundo me angustió que a causa de mi demacrado aspecto fuera tan evidente, pero en seguida me relajé, sintiéndome al fin liberado de mi secreto.
            –¿Me vas a contar qué he bebido? –insistí, sonriendo.
            –Vino, ya te lo he dicho... –contestó, muy seria, pero un instante después la vi distenderse–: Es la gran barrica –confesó por fin, volviéndose hacia la cuba–. Quercus Alba. Roble blanco –aclaró sonriendo al verme la cara–. Es muy vieja, y muy especial.
            El padre permanecía atento a nuestra conversación, pero sin intervenir, respetando a su hija y las decisiones que ella estaba tomando en esos precisos momentos con respecto a mí.
            –Aunque generalmente una barrica no sirve para nada después de unos pocos años de uso, ésta, que tiene siglos, no sólo no se ha estropeado, sino que ha mejorado con el tiempo. Y el vino que se cría en ella, ése que has bebido, es también muy especial.
            »Mi familia se ha dedicado a la crianza del vino desde hace generaciones –continuó–, pero el secreto de su elaboración no es lo único que se transmite de padres a hijos. También una grave enfermedad, escrita en nuestros genes de forma imborrable e inevitablemente mortal. Todos la padecemos, sin excepción. Unos antes, otros más tarde, pero siempre acabamos por enfermar. Mi padre lo hizo hace treinta años. Yo apenas hace cinco. A María aún no le ha llegado el momento, pero le llegará. Igual que le llegará a mis hijos, y a los hijos de mis hijos. Esto lleva ocurriendo desde hace mucho, mucho tiempo, y habría acabado con nosotros de no ser por un descubrimiento casual: una partida de robles que llegó en barco desde América, con los que se fabricaron varias cubas como ésta, criaron un vino que curaba la enfermedad.
            Tardé un tiempo en asimilar lo que me estaba diciendo, para acabar preguntando una soberana tontería:
            –¿Me estás hablando del Elixir de la Eterna Juventud?
            –No –respondió Alba con tristeza–, claro que no. Nuestro vino no da la vida eterna, ni siquiera devuelve o mantiene la juventud; tan sólo restablece la armonía natural del organismo, el equilibrio entre la energía de nuestro cuerpo y la de la naturaleza. Envejecemos como todo el mundo, y nos iremos un día, pero cuando nos llegue el momento, sin adelantarnos por culpa de problemas genéticos o enfermedades invasoras. Aunque si sufres un accidente, morirás como cualquiera. La muerte también forma una parte importante del orden natural de las cosas, tanto como la vida, hasta tal punto que la una no tendría sentido sin la otra. La muerte llegará cuando nos toque, pero no antes.
            Yo debía de estar muy desequilibrado internamente, porque un solo vaso de vino me había hecho pasar del espanto del dolor más insoportable a una sensación de calma y bienestar que no recordaba haber sentido nunca.
            –Hay algo más –dijo de pronto Alba, poniéndose mucho más seria de lo que ya estaba.
            –Cómo, ¿más todavía?
            –Sí, más todavía –respondió ella–: Todo nuestro vino pasa por la barrica, y sus propiedades curativas dependen del tiempo que reposa en ella. Obviamente en el caso de la producción externa este tiempo es mínimo, pero aun así es posible apreciarlas: recuerda lo que tú mismo experimentaste en el restaurante. Sin embargo, aunque estas cualidades limitadas sean conocidas, la auténtica verdad debe mantenerse en el más absoluto de los secretos. No podemos permitir que nadie de fuera la conozca.
            –¿Y por qué no? –pregunté como un imbécil.
            Alba suspiró como si estuviera frente a un aprendiz duro de entendederas.
            –De todas las barricas que se construyeron con aquellos robles sólo queda ésta que ves aquí. Incendios, inundaciones, carcoma... Cualquier otra que se ha fabricado después carece de poder alguno. Esta es la última, la única. Por eso la mantenemos así, cuidada y protegida como el mayor de los tesoros. Porque para mi familia significa la vida. O la muerte. Como puedes suponer, si lo hiciéramos público arriesgaríamos nuestra propia existencia.
            –Alba –pensé durante unos segundos–, si el secreto es tan importante para vosotros, ¿por qué lo habéis compartido conmigo? ¿Estáis seguros de que os podéis fiar de mí y de que no lo desvelaré en cuanto salga de aquí?
            –Es cierto, contigo estoy apostando fuerte –respondió ella, sonrojándose, pero antes de que yo mismo me sofocara por lo que estaba insinuando, sentenció, contundente–: Pero también es mucho lo que te estás jugando tú.
            –¿Por qué lo dices? –pregunté demasiado fríamente, desencantado por el jarro de agua fría–. Al fin y al cabo ya estoy curado, ¿no?, nada tengo que perder.
            –No, no lo está. –Mi ironía hizo intervenir al viejo Castillo-Gracia–. El vino no cura nada, nada en absoluto. No acaba con la enfermedad, sólo la mantiene a raya... mientras se bebe.
            –Lo que quiere decir...
            –Lo que quiere decir –continuó Alba– es que, si dejas de beber, enfermarás de nuevo y morirás irremediablemente. Tú, mi padre, yo... todos moriríamos si dejáramos de beber nuestro vino.
            –Ya...
            –Escúchame. –Levantó el tono de su voz, acalorada por mi estupidez–. Te estamos dando una alternativa. Y esto es algo que nunca se ha hecho con nadie que no perteneciera a nuestra familia. No se ha hecho, ni se hará.
            Medité por un segundo el significado de lo que estaba oyendo.
            –Entonces... Esa alternativa... significa que yo...
            –Si la aceptas tendrás que aceptar las condiciones. Es tu decisión: morir lejos de aquí, o vivir aquí... con nosotros.
            No podía pensar claramente, todo estaba pasando demasiado rápido, tenía que decidir algo que afectaba al resto de mi vida, y no me daban un respiro para recapacitar. Intenté ganar algo de tiempo aclarando de paso otra cosa que aún quedaba pendiente:
            –Sigo sin entender una cosa –dije–: no comprendo por qué no me contasteis todo esto antes, esta tarde, cuando estuve aquí con vosotros, no comprendo todo este lío de obligarme a venir aquí. Además, todavía no me habéis dicho dónde está Jacobo.
            –Está bien –respondió Alba con la misma cara de un niño que ha sido pillado haciendo una trastada–. María lo está llevando al convento. Te aseguro que lo hemos tratado bien, aunque no todos nuestros vinos carecen de efectos secundarios si se abusa de ellos...
            –¿Por qué retenerlo? –insistí–. ¿Sabes que lo he pasado verdaderamente mal, pensando en lo que le podríais haber hecho y creyendo que estaba arriesgando lo que me quedaba de vida?
            Alba, por primera vez desde que entré en la sala de la gran barrica, sonrió con todo el esplendor de su sonrisa.
            –Precisamente se trataba de eso: has arriesgado tu vida por él, o al menos eso has pensado tú. Entiéndelo: el regalo de la larga vida no se le puede otorgar a cualquiera; es algo que en malas manos podría hacer mucho daño. Si has sido capaz de arriesgar tu vida por alguien...
            –Vale la pena ayudarme a conservarla, ¿no?
            –Así es. Y bien –me lanzó el ultimátum–: ¿te quedas, o te vas?
Me quedé mirándola, sin acabar de ver las cosas claras. Nunca me ha gustado tomar decisiones precipitadas, así que a pesar de que no había más que una respuesta lógica, aún dudé. Para ella mi dilema debió de ser doloroso e injustificado: yo no tenía nada que perder y sí mucho que ganar aceptando su propuesta.
            –Por favor –dije finalmente, sintiendo un nuevo tipo de dolor en mi alma–, quiero volver al albergue. Necesito descansar. Necesito pensar.
            –Como quieras –respondió Alba, retirándome el derecho de su mirada.
            El padre se despidió de mí con un murmullo apenas perceptible, y Alba me acompañó hasta la puerta de la casa. Hubiera querido decirle algo más, explicarle mis razones, hacerle comprender mi desconcierto y desolación, abrazarla, besarla y acariciarle el rostro con cariño, demostrarle mi amor y que la causa de mis dudas no era ella. Pero no hallé las fuerzas para hacer nada. Ella tampoco volvió a preguntarme, sólo me dijo adiós, sin mirarme, con un triste «descansa».
            Cuando entré en mi habitación y di la luz, un terrible alarido me estremeció.
            –¡Pero qué haces! Apaga esa luz si no quieres que me reviente la cabeza...
            Jacobo, tirado aún vestido sobre su cama, se tapaba los ojos con manos, brazos y almohada. La resaca debía de ser insufrible.
            Apagué de nuevo la luz y entré a tientas.
            –Parece que has bebido un poquillo, ¿eh? –comenté en voz baja.
            –No hables tan alto, por favor. ¡Qué dolor de cabeza! El vino de esa gente es terrible; está buenísimo, pero no veas cómo pega. No sé cuánto bebí, pero me he pasado borracho todo el día...
            Yo sonreí, y en ese momento él pareció darse cuenta consciente de mi presencia. Encendió la lucecita de su mesilla y me miró con los ojos casi cerrados, haciéndose sombra con las manos como si mi rostro fuera un sol incandescente y cegador.
            –¿Y tú por dónde has andado? –me preguntó curioso.
            –Nada, como tú: tomando unos vinos con la familia –le conté mientras me quitaba los zapatos.
            –¿Te encuentras bien?
            –Sí, estupendo –contesté–, no te preocupes. Ahora me voy a la cama, ya hablaremos mañana.
            –Vale. Ah, por cierto –se incorporó un poco mientras me lo decía–, tenemos que ir pensando ya en marcharnos...
            –Sí... –respondí sin mirarle.
            –¿Sabes? –Volvió a tumbarse y cerró los ojos–. A pesar de su vino, creo que los voy a echar de menos, son todos muy agradables, ¿verdad?
            –Sí, mucho.
            –Bueno, pues que duermas bien.
            Jacobo apagó la luz y cayó inmediatamente en un sueño tranquilo y profundo. Yo me senté en la cama y permanecí así, a oscuras y en silencio, un largo rato. De pronto sentí nacer dentro de mí una felicidad que pronto creció y creció hasta ahogarme. La recibí colmando mi interior, acariciándome, saludándome como quien saluda a un viejo amigo. Entonces me desnudé, me puse el pijama, me metí en la cama, cerré los ojos y pronto me quedé dormido, abrazado a una paz dulce, cálida y confortante que no había sentido jamás en toda mi vida.





Cuento incluido en "Con el alma dentro y otros cuentos". Publicado en el año 2006

Ilustración original de Rodolfo Candelaria
http://www.rodolfocandelaria.com/