viernes, 20 de enero de 2012

El vino, yo y mis circunstancias





Presentación de Vinos Ambiz
Centro Social Okupado Casablanca, Madrid 10/12/11

El vino no cambia, cambiamos nosotros.




Una introducción

Una nueva experiencia a la que acudo solo, a la que me habría gustado no acudir solo, porque el vino en soledad no es como un vino acompañado. A cambio, tuve al lado a los padres de la criatura y, como siempre que se bebe por primera vez un vino frente a los ojos expectantes de quien lo ha hecho, el momento es de emoción. Y esa mirada creo que se debe de transmitir al vino, porque sabe mejor en la boca y alegra más al corazón.


Los orígenes: el entorno

Recuerdo el primer vino de más de tres euros que tomé en un restaurante lujoso al que me habían llevado. Recuerdo cómo se me erizó la piel, recuerdo como inspiré, respiré y suspiré, recuerdo hasta la cara que puse (que no la vi, pero me la describieron), recuerdo que fue un momento fantástico, irrepetible. El vino en cuestión, visto desde el ahora, no era algo demasiado exclusivo, pero comparado con los que yo solía tomar, el salto era cuántico. Tanto me impresionó que quise repetir la experiencia en mi casa. Me gasté el dinero y me compré una botella igual a la del restaurante, guisé una comida elaborada, preparé mi mesa con mantel y una buena copa de cristal fino, bajé la luz, puse música bajita y me dispuse a revivir el momentazo. Y esta vez mi cara, si me la hubiera visto alguien, habría sido para enmarcar. Nada en la experiencia, absolutamente nada, fue ni siquiera parecido, y lo que menos, el vino. Sí, me gustó, pero no me produjo el efecto emoción que me había golpeado tan sólo unos días antes, en el restaurante, con mis amigos.

A lo largo de varios meses repetí el experimento muchas veces, con diferentes vinos tomados en diferentes restaurantes y replicada la toma en casa, con el mismo resultado nefasto, lo cual se generalizaba a vinos diferentes, de distintas categorías y precios, llegando a suceder que un vino inferior me gustara más en el restaurante que uno superior en mi casa. Como consecuencia de ello me surgieron algunas preguntas: ¿Ese "me sabe mejor" es una percepción subjetiva (tranquilidad, ambiente, calma, música de fondo, quizá miradas enamoradas si es el caso de la velada...) o es algo objetivo y está más bueno según parámetros puramente gustativos? Es decir: ¿Es un "me ha sabido mejor" o un "sabía mejor"?

Finalmente asumí el hecho de que el vino, en mi casa, no me parecía tan bueno como en el restaurante, y no volví a intentarlo, pero no por ello dejé de preguntarme el porqué. Si puede ser el olor del restaurante al que no estoy acostumbrado y se junta con el aroma del vino en mi cerebro, cambiándolo; si puede ser que en la bodega del restaurante se haya conservado mejor que en mi cocina; si puede ser la atención personal o el hecho de que, simplemente, en ningún momento pensara que después, al terminar, tenía que fregar los platos. Tal vez la razón sea sencillamente el cambio, que se trata de un lugar ajeno, desconocido, diferente de la propia casa, y eso basta para modificar la vivencia de tomar un vino.

Pero no es sólo el entorno, el lugar donde se bebe el vino, el que cambia el modo en que lo experimentamos.


El intelecto

Algo que cambia radicalmente la percepción del vino es la información que se tiene de él. Yo lo llamo "intelectualizar la emoción". Cuanto más se sabe de algo que te gusta, más se disfruta. Y si eso que se sabe es, por poner un ejemplo concreto, su precio, y éste es elevado, más aún. Y si cuesta admitir esta realidad, démosla la vuelta y pensemos en un delicioso guiso de carne y verduras, cuyos componentes desconocemos… que una vez comido se desvela como procedente de, por ejemplo, perro, o mono, o serpiente, o cualquier otro animal que no estemos habituados a devorar. Las expectativas también modifican el cómo se percibe. A más expectativas, peor suele ser la experiencia final, en una relación inversa entre expectativas y resultado. Quizá por eso pocos vinos de elevada y conocida calidad se atreven con las catas doble ciegas, en las que no se sabe nada de los vinos a catar, salvo el color.


La emoción

Antes mencioné de paso el asunto de las miradas. Y es que precisamente algo que no es el entorno parece ser lo que más altera la percepción de un vino: la compañía. O mejor dicho, lo que cada cual sentimos por la compañía que disfrutamos o padecemos en cada momento, porque, sin duda, el estado de ánimo afecta y mucho nuestra capacidad de evaluación: un enfado arruina un buen vino, mientras que la felicidad puede convertir fácilmente a uno malo en bueno, cosa que, curiosamente, también es capaz de hacer la tristeza. La compañía sin duda cambia la apreciación del vino, ¿pero significa eso que el vino cambia? Dejo la pregunta en el aire para que cada cual busque su propia respuesta.


Vinos Ambiz
El pasado día 10 de diciembre tuve la ocasión de repetir la experiencia de tomar un vino en un entorno ajeno al conocido y, poco después, volver a hacerlo en el entorno familiar de mi casa.

Pero es que esta vez, el entorno fue muy ajeno al habitual.

La presentación de Vinos Ambiz (sueño cumplido de Fabio Bartolomei y Juan Narbona) tuvo lugar en un ambiente realmente atípico. Los que solemos ir a eventos, presentaciones y catas, estamos acostumbrados a que se celebren en escenarios óptimos que permitan a los vinos expresarse debidamente, y al catador analizarlos de forma adecuada. Así, lo normal es ir a bodegas, hoteles, restaurantes, aulas, escuelas, museos del vino o salas de demostración en vinotecas, todos lugares donde temperatura, luz, comodidad y demás condiciones ambientales son los idóneos para este tipo de actividad. Pero, me parece, es poco habitual hacer una cata de vinos durante una noche fría y lluviosa de invierno en un viejo edificio abandonado y en obras en el centro del Madrid antiguo que, para mayor emoción y atipicidad, se encuentra okupado. Sí, okupado, con K de okupa.

Llegué temprano y me pasé el lugar. Hacía muchísimo frío en la calle, y llovía. Cuando me di cuenta de que me había pasado de largo y retrocedí hasta el número correcto, pensé: “No puede ser.” La fachada estaba decorada con carteles alusivos a la ocupación del edificio (un antiguo colegio a medio reformar) para su conversión al Centro Social Okupado Casablanca. Enseguida me encontré con Fabio, que andaba buscando a algún responsable que le dijera qué sala podía “okupar” para la cata. Mientras aparecía alguien estuvimos departiendo sobre los sueños y la vida, una grata conversación contemplando la lluvia en la puerta del edificio dejado. Fabio es un hombre tranquilo, pero que muestra su nervio en cuanto comienza a hablar su español con acento escocés, una persona muy afable y cariñosa que ama el vino, que ama su trabajo y que, a pesar de la que está cayendo (y no hablo en términos meteorológicos) está convencido de que su proyecto, actualmente de pequeñas dimensiones en cuanto a producción y distribución, va a crecer mucho en los próximos pocos años.

Al poco apareció una chica joven que, esgrimiendo verbalmente el grito de guerra del grupo feminista, o pro-discriminación positiva, igualdad, paridad o enmendador de la gramática española, que gestiona el edificio, se empeñó en llamarnos “vosotras” a Fabio y a mí, y que después de preguntarnos si “nosotras” traíamos sillas y mesas (lo que supongo que se espera cuando uno dice que viene “a una presentación de vinos”) y responder que no, que “nosotras” sólo traíamos vino y copas, nos indicó que “nosotras” podíamos usar la sala 4.

Tras subir unas escaleras de vieja y crujiente madera y pasamanos de hierro forjado y recorrer unos cuantos pasillos blancos, llegamos a la helada sala de uno de los pisos parcamente iluminados con una bombilla colgando de un cable, y nos preparamos para el evento con el abrigo puesto, sin calefacción, sin apenas luz, sin una silla para sentarse ni una mesa donde apoyar la copa. Un entorno, como decía, realmente atípico, que nos iba a permitir un rato después, para mi sorpresa, olvidarnos de todo excepto de lo que importaba: el vino.

¿Cómo me supo el vino en este entorno tan discordante, destemplado y hasta casi un poco hostil?

La cata la dirigieron mano a mano Fabio y Juan, quienes nos ofrecieron una breve explicación acerca de los vinos que hacen: Viticultura ecológica, biodiversidad en el viñedo en lugar de pesticidas, vinos naturales, ausencia de sulfitos, sostenibilidad. Las uvas son de cultivo ecológico y no utilizan ningún producto químico en el viñedo (ni pesticidas, ni herbicidas, ni insecticidas) ni tampoco como añadido al vino en la bodega. “Son vinos naturales, ecológicos y saludables”, según sus propias palabras, “Y además, están muy buenos.” Sobre la distribución, minoritaria y acorde con su limitada producción, nos explicaron que se hace a través de grupos de consumo, amigos y colaboradores fieles que, a la vez que les echan una mano en la elaboración, disfrutan en primicia (y diría que casi en exclusiva) de estas joyas personales y raras.


Los blancos

Airén 2011

Proveniente de cepas viejas (40, 50 años), vino dorado, limpio y cristalino (sin estar filtrado), muy aromático, y en boca muy sabroso, afrutado y lleno de matices. Es un vino muy joven, aún “en rama”, sin terminar de hacer, que seguro va a ganar mucho si lo esperamos unos meses.

Airén maceración carbónica 2010

Un vino blanco que no es blanco, ni siquiera amarillo, sino naranja. Algo turbio, algo almendra amarga todavía, me recordó a la sidra natural. Está elaborado mediante maceración carbónica durante catorce días, más una crianza oxidativa de seis meses bajo velo de flor (como los finos o manzanillas de Jerez), que es la responsable de su peculiar color anaranjado. Un vino trabajado y complejo, realmente original y sorprendente.


Los tintos


Las cinco en punto (Five on the dot) 2011

Un coupage personal de un amigo-patrocinador de la bodega (Nacho Bueno), donde el significado probablemente cabalístico del número 5 adquiere protagonismo, ya que el vino está compuesto por cinco variedades: 80 % de Tempranillo y un 5 % de cada una de las otras cuatro: Graciano, Syrah, Petit Verdot y Aíren, y tiene una crianza de 5 meses en barrica americana nueva. En la primera toma de contacto me pareció corto en nariz, pero muy lleno en boca, fresco, complejo, mucha fruta, elegante, dulzón, inocente. Un vino que, en principio y según me explicó Juan, pretendía ser un vino joven y de trago fácil para consumo en el año, pero que ha resultado (a tenor de las opiniones de muchos, incluida la mía) que tiene toda la pinta de ir a mejorar mucho en botella durante el próximo año o año y medio.

Garnacha 2010

Criado cinco meses en barrica usada de roble americano. También me pareció corto en nariz al principio, lo cual me desconcertó viendo su comportamiento en boca (intenso, largo, con agradable final amargo y especiado), hasta que vi a Fabio envolviendo la copa con sus manos, calentando el vino como si fuera un copazo de coñac. Entonces caí en la cuenta y como buen imitador del que sabe hice lo propio, hasta que al cabo de un par de minutos el caldeo manual hizo que el vino empezara a deshibernarse y a exhibir sin tapujos la complejidad olfativa que posee. Demasiado fría la temperatura ambiente de esa sala 4, para un vino tinto…


Terminamos la sesión con abrazos fraternales, la nariz fría y los pies helados, más la compra de algunas botellas de los tintos que Fabio me trajo en mano unas semanas después, y que me permitieron repetir la experiencia en el entorno hogareño, adecuado y conocido.


De vuelta a casa

En Casablanca yo no me encontraba en plenitud de facultades a causa de la baja temperatura, y los tintos, como yo, estaban demasiado fríos, pero lo cierto es que en casa ambos vinos, a su temperatura óptima y acompañados con un buen plato, se mostraron conmigo nada más que ligeramente diferentes, En el caso del “Garnacha” quizá noté un incremento de su acidez y, sobre todo, de su sabor a almendras amargas, y con respecto a “Las 5 en punto”, lo que creció fue el dulzor de la fruta madura. Del mismo modo, esta vez yo me sentí con ellos emocionalmente igual que la vez anterior.


Sin embargo, el mayor cambio se produjo unos días después. Tengo la costumbre de abrir y mantener abiertas en el frigorífico (sin bombas de vacío y con su propio tapón como única tapa, y a veces, ni eso) varias botellas a lo largo de la semana. Una razón es que me encanta abrir y catar una botella nueva, otra, que me interesa mucho el efecto del paso del tiempo en un vino, tanto a lo largo de una comida, como el más prolongado de dejar pasar días hasta volver a catarlo. Por eso, siempre que puedo, evito el uso del decantador como oxigenador forzado. Haciendo esto he perdido alguna copa de vino, pero a cambio he ganado el encontrarme copas de vino pletórico y en lo mejor de su ciclo vital. Este efecto de notable mejora a los varios días de abierta la botella (sin preservación alguna salvo la nevera) lo he experimentado en pocos vinos, y casi siempre en vinos de alta gama (o sea, caros). En el caso de los vinos Ambiz (6 € por botella) me llevé la alegría de que unos días más tarde no sólo no se habían caído, sino que, en mi opinión, ambos habían mejorado: se habían estabilizado, los picos (sobre todo la acidez y el amargor del Garnacha) se habían pulido y el resultado era dos vinos consolidados y en su mejor momento para ser bebido. Dos copas deliciosas, a decir verdad.


Como colofón

Mi personal conclusión es que, dejando los factores ambientales aparte, el vino no cambia con las circunstancias, lo que cambia es nuestra percepción de él, lo que nos hace sentir, es decir, nuestro disfrute. Se puede provocar una emoción intensa degustando un vino malo, o ninguna emoción con uno bueno. Todo depende de nosotros mismos. Somos seres intelectuales y emotivos, lo que significa es que somos como un barco en mitad de una tormenta, zarandeados por el viento y las mareas de las emociones que nos llevan y nos traen de acá para allá sin medida. Nada es como es, sino como nosotros lo apreciamos. O mejor, las cosas son como las percibimos.

El vino no cambia, cambiamos nosotros.




Para más información

Español:
http://vinopuchero.blogspot.com/
Inglés:
http://vinosambiz.blogspot.com/

miércoles, 11 de enero de 2012


Corazón de oliva, mancha de vida, de vida por vivir





“Dosifica. Haz que te echen de menos, pero no dejes que te olviden. Dosifica tu presencia, no los canses. Que te esperen, que te reciban con alegría, y que no te dejen de esperar cuando vuelvas a marcharte. Dosificar, ese es el secreto.”





Aceite.
Del árabe az-zait, el jugo de la oliva.
Grasa líquida de color verde amarillento, que se obtiene por presión de las aceitunas.
(DRAE)

Pero no vale cualquier aceite. Sólo uno, dorado o verde, como el cabello de una mujer. Sólo el mejor.

Aceite virgen.
El que sale de la aceituna por primera expresión en el molino, y sin los repasos en prensa con agua caliente.
(DRAE)


Amanece

Abro los ojos. El día ha despertado al fin.

Es sorprendente la cantidad de cosas que se pueden hacer mientras los sentidos, aún embotados, pugnan por abrirse camino hasta la conciencia. En esos primeros minutos de vigilia puedes, mientras te desperezas, alegrarte de estar despierto, o puedes lamentarlo, puedes agradecer o puedes renegar del nuevo día, puedes respirar con alivio tras una pesadilla o puedes llorar tras soñar el sueño de tu vida. Puedes, aún a oscuras, acariciar la piel caliente de quien yace a tu lado, antes de fundirte en un abrazo sin abandonar del todo la inconsciencia. Hay quien sólo puede acariciar las sábanas frías que a su lado cubren un espacio vacío, y suspirar. Hay quien, aún así, puede hacer una llamada a alguien lejano y después de susurrar con voz aún ronca un “Buenos días, mi vida”, vivir juntos, a distancia, el instante sublime del despertar.

Yo, cada mañana, abro los ojos y aún dormido salto de la cama. Siempre me levanto con mucho tiempo, antes de acudir a mis cotidianas necesidades laborales. Me paso el día corriendo por obligación, así que este rato del amanecer me lo tomo con calma. No tengo prisa, no corro, tengo tiempo. Me zambullo en la ducha, abro el grifo y cierro los ojos de nuevo, y no los abro hasta que el agua, caliente hasta casi escaldar mi piel, ha arrastrado todo rastro de sudor y noche. Luego, con parte de todo ese tiempo que le he robado a un necesario pero esquivo descanso, preparo mi desayuno.


Desayuno

Pan, pan con tomate, pan con ajo, con tomate y ajo, y aceite. Pan blanco; si es barra la parte superior, si es un pan, una rebanada, o mejor un trozo cortado con las manos de manera anárquica. Tostado, para que el tomate (natural y cortado por la mitad) se pueda raspar en el pan, nada de rayado con rayador, ni triturado, y mucho menos cortado en rodajas. Del mismo modo el ajo, el diente cortado en la punta de la raíz, como si fuera un puro habano, o abierto por la mitad transversalmente para eliminar el corazón, que se dice que es la parte que luego repite, y restregado en el pan tostado, quedando así los dedos impregnados de un olor intenso que sólo se irá dejándolos unos segundos bajo el chorro de agua fría, sin frotar las yemas. Y luego el aceite, siempre en aceitera, mejor la de cristal que parece un porrón pequeño, vertiéndolo desde lo alto, como escanciando sidra, o venenciando un vino dulce, que salpique, apuntando justo al centro del trozo de pan, que se extienda hacía los lados, para que, antes de llegar al borde y derramarse, sea bebido por la miga bronceada y caliente que se conserva blanca bajo la superficie churruscada. Se come aún templado (sin mojar en el café, ¡por favor!) y no se limpian las manos chorreantes hasta que se haya terminado la pieza. Me gusta el aceite suave y dulzón de Arbequina, el frutal y algo amargo de Cornicabra, o el más intenso de Picual Marteña, aunque para guiso siempre dejo la Hojiblanca, más todo terreno. Mi mayor sorpresa hasta el momento ha sido un aceite de Alicante, un coupage de Changlot Real, Picual, Genovesa, Blanqueta y Alfafarenca. Es muy afrutado, dulce y un poquito ácido, aromático, y sobre todo muy denso y muy verde. El punto amargo final es leve y te deja un buen recuerdo, como el de un amor medio consumado, o consumido.


Almuerzo

Pasta sin más, ensalada de tomate, pasta, tomate y aceite, solo. Aceite para crudo, en ensalada pero sin vinagre, y mejor con tomate Kumato, esos marrones casi negros, porque son algo ácidos. A veces añado trocitos de pepinillos agridulces, esos alemanes que crujen al morderlos, para aportar un punto más intenso de acedía. Y la pasta, mejor fresca, dos minutos hirviendo en agua y sal, “asustada” pero no lavada con agua fría para detener la cocción, y está lista, pasta blanca sobre el plato blanco, sin más condimento que un buen chorretón de aceite por encima. Sin embargo… como más me gusta el aceite es del modo más simple posible. El fin de semana, cuando me preparo para almorzar, con el mejor vino que me apetezca en el momento, un buen cocido madrileño, o un lechazo asado, o cualquier otro plato lentamente elaborado que me lleva a consumir la mañana entera, y justo antes de comer, lo vierto con mesura, dosificado, en un plato blanco de loza inmaculada; entonces lo miro y lo muevo despacio para pintar el plato, verde que te quiero verde, lo huelo, mojo la punta de un dedo y lo saboreo, y después, empapo pan de pueblo, con mucha miga, y así me lo como, convertido en perfecto entrante.



Merienda

Pan, pan con jamón, jamón y aceite. Sólo los niños meriendan, y según se dice, también debe merendar quien se pone a dieta. Yo que ya no soy lo uno ni me ocupo de lo otro, para la merienda me gusta comer pan, jamón y aceite, donde lo que no lleva adquiere importancia sublime: sin tomate ni “tumaca” que distraiga el emboque del jamón, pan sin tostar para que el fuego no trastorne su sabor puro y, por supuesto, sin ajo. Pan partido con las manos, jamón cortado a cuchillo y el aceite dispensado con prudencia, muy dosificado para que no empalague, cuya grasa natural se funde con la textura cremosa, para untar, del jamón entrevelado, cortejándolo, todo sobre pan crudo, así la miga se empapa en el aceite y envuelve al jamón con su abrazo y su olor a besos.


Cena

Bacalao, de la aceituna el aceite, bacalao, ajo y aceite. Bacalao cocido con aceite, lentamente, hasta casi hacer del aceite una crema, ajo, alguna aceituna negra y anillas de guindilla. Bacalao, ese pescado salado y dulce que no sabe a pescado y que en lo más profundo tiene nombre de mujer, delicia de mil rostros que se convierte en casi un postre cuando se liga con aceite emulsionado. Suave y sabroso, con el aceite ni crudo ni guisado, ahí lo quiero, en un término medio que no es mediocridad, sino equilibrio.


El vino

El vino no tiene que emparejarse con el aceite, que con todo se empareja, sino con la comida. A diferencia de la aceituna, que riñe con todo vino salvo finos o manzanillas, los aceites, todos, casan con cualquiera, porque no tienen que mantener ninguna relación entre ellos, salvo el respeto mutuo y la ignorancia cordial, poniendo el ojo solamente en la comida, sea pan, jamón, tomate, pasta fresca o bacalao. Tinto, rosado o blanco, joven explosivo o asentado maduro, no hay un vino, o mejor dicho, los hay todos. Mejor olvidarse de cuál, y pensar solamente en cuánto.


Un acompañamiento

Ajo, aceite, sal, sin más. De nuevo el ajo que derrama su aliento intenso sobre el aceite, acompañándolo para que acompañe, muy dosificado, a caza, carnes, arroces o pescados, o simplemente de vuelta al pan, sencillo pan de piel crujiente y esponjoso corazón, miga untada en ajoaceite, cremoso hasta que se diluye en la lengua, extendiéndose en la boca como mancha de lo que es, puro aceite puro de recuerdo interminable.


Anochece

Cierro los ojos y suspiro. El día ha terminado al fin. Y mientras me dejo arrastrar hasta un lugar lejano por los mil recuerdos saturados de las sensaciones aún presentes en todos mis sentidos, me pregunto si dosificar sea algo que yo sepa cómo se hace…