miércoles, 11 de enero de 2012


Corazón de oliva, mancha de vida, de vida por vivir





“Dosifica. Haz que te echen de menos, pero no dejes que te olviden. Dosifica tu presencia, no los canses. Que te esperen, que te reciban con alegría, y que no te dejen de esperar cuando vuelvas a marcharte. Dosificar, ese es el secreto.”





Aceite.
Del árabe az-zait, el jugo de la oliva.
Grasa líquida de color verde amarillento, que se obtiene por presión de las aceitunas.
(DRAE)

Pero no vale cualquier aceite. Sólo uno, dorado o verde, como el cabello de una mujer. Sólo el mejor.

Aceite virgen.
El que sale de la aceituna por primera expresión en el molino, y sin los repasos en prensa con agua caliente.
(DRAE)


Amanece

Abro los ojos. El día ha despertado al fin.

Es sorprendente la cantidad de cosas que se pueden hacer mientras los sentidos, aún embotados, pugnan por abrirse camino hasta la conciencia. En esos primeros minutos de vigilia puedes, mientras te desperezas, alegrarte de estar despierto, o puedes lamentarlo, puedes agradecer o puedes renegar del nuevo día, puedes respirar con alivio tras una pesadilla o puedes llorar tras soñar el sueño de tu vida. Puedes, aún a oscuras, acariciar la piel caliente de quien yace a tu lado, antes de fundirte en un abrazo sin abandonar del todo la inconsciencia. Hay quien sólo puede acariciar las sábanas frías que a su lado cubren un espacio vacío, y suspirar. Hay quien, aún así, puede hacer una llamada a alguien lejano y después de susurrar con voz aún ronca un “Buenos días, mi vida”, vivir juntos, a distancia, el instante sublime del despertar.

Yo, cada mañana, abro los ojos y aún dormido salto de la cama. Siempre me levanto con mucho tiempo, antes de acudir a mis cotidianas necesidades laborales. Me paso el día corriendo por obligación, así que este rato del amanecer me lo tomo con calma. No tengo prisa, no corro, tengo tiempo. Me zambullo en la ducha, abro el grifo y cierro los ojos de nuevo, y no los abro hasta que el agua, caliente hasta casi escaldar mi piel, ha arrastrado todo rastro de sudor y noche. Luego, con parte de todo ese tiempo que le he robado a un necesario pero esquivo descanso, preparo mi desayuno.


Desayuno

Pan, pan con tomate, pan con ajo, con tomate y ajo, y aceite. Pan blanco; si es barra la parte superior, si es un pan, una rebanada, o mejor un trozo cortado con las manos de manera anárquica. Tostado, para que el tomate (natural y cortado por la mitad) se pueda raspar en el pan, nada de rayado con rayador, ni triturado, y mucho menos cortado en rodajas. Del mismo modo el ajo, el diente cortado en la punta de la raíz, como si fuera un puro habano, o abierto por la mitad transversalmente para eliminar el corazón, que se dice que es la parte que luego repite, y restregado en el pan tostado, quedando así los dedos impregnados de un olor intenso que sólo se irá dejándolos unos segundos bajo el chorro de agua fría, sin frotar las yemas. Y luego el aceite, siempre en aceitera, mejor la de cristal que parece un porrón pequeño, vertiéndolo desde lo alto, como escanciando sidra, o venenciando un vino dulce, que salpique, apuntando justo al centro del trozo de pan, que se extienda hacía los lados, para que, antes de llegar al borde y derramarse, sea bebido por la miga bronceada y caliente que se conserva blanca bajo la superficie churruscada. Se come aún templado (sin mojar en el café, ¡por favor!) y no se limpian las manos chorreantes hasta que se haya terminado la pieza. Me gusta el aceite suave y dulzón de Arbequina, el frutal y algo amargo de Cornicabra, o el más intenso de Picual Marteña, aunque para guiso siempre dejo la Hojiblanca, más todo terreno. Mi mayor sorpresa hasta el momento ha sido un aceite de Alicante, un coupage de Changlot Real, Picual, Genovesa, Blanqueta y Alfafarenca. Es muy afrutado, dulce y un poquito ácido, aromático, y sobre todo muy denso y muy verde. El punto amargo final es leve y te deja un buen recuerdo, como el de un amor medio consumado, o consumido.


Almuerzo

Pasta sin más, ensalada de tomate, pasta, tomate y aceite, solo. Aceite para crudo, en ensalada pero sin vinagre, y mejor con tomate Kumato, esos marrones casi negros, porque son algo ácidos. A veces añado trocitos de pepinillos agridulces, esos alemanes que crujen al morderlos, para aportar un punto más intenso de acedía. Y la pasta, mejor fresca, dos minutos hirviendo en agua y sal, “asustada” pero no lavada con agua fría para detener la cocción, y está lista, pasta blanca sobre el plato blanco, sin más condimento que un buen chorretón de aceite por encima. Sin embargo… como más me gusta el aceite es del modo más simple posible. El fin de semana, cuando me preparo para almorzar, con el mejor vino que me apetezca en el momento, un buen cocido madrileño, o un lechazo asado, o cualquier otro plato lentamente elaborado que me lleva a consumir la mañana entera, y justo antes de comer, lo vierto con mesura, dosificado, en un plato blanco de loza inmaculada; entonces lo miro y lo muevo despacio para pintar el plato, verde que te quiero verde, lo huelo, mojo la punta de un dedo y lo saboreo, y después, empapo pan de pueblo, con mucha miga, y así me lo como, convertido en perfecto entrante.



Merienda

Pan, pan con jamón, jamón y aceite. Sólo los niños meriendan, y según se dice, también debe merendar quien se pone a dieta. Yo que ya no soy lo uno ni me ocupo de lo otro, para la merienda me gusta comer pan, jamón y aceite, donde lo que no lleva adquiere importancia sublime: sin tomate ni “tumaca” que distraiga el emboque del jamón, pan sin tostar para que el fuego no trastorne su sabor puro y, por supuesto, sin ajo. Pan partido con las manos, jamón cortado a cuchillo y el aceite dispensado con prudencia, muy dosificado para que no empalague, cuya grasa natural se funde con la textura cremosa, para untar, del jamón entrevelado, cortejándolo, todo sobre pan crudo, así la miga se empapa en el aceite y envuelve al jamón con su abrazo y su olor a besos.


Cena

Bacalao, de la aceituna el aceite, bacalao, ajo y aceite. Bacalao cocido con aceite, lentamente, hasta casi hacer del aceite una crema, ajo, alguna aceituna negra y anillas de guindilla. Bacalao, ese pescado salado y dulce que no sabe a pescado y que en lo más profundo tiene nombre de mujer, delicia de mil rostros que se convierte en casi un postre cuando se liga con aceite emulsionado. Suave y sabroso, con el aceite ni crudo ni guisado, ahí lo quiero, en un término medio que no es mediocridad, sino equilibrio.


El vino

El vino no tiene que emparejarse con el aceite, que con todo se empareja, sino con la comida. A diferencia de la aceituna, que riñe con todo vino salvo finos o manzanillas, los aceites, todos, casan con cualquiera, porque no tienen que mantener ninguna relación entre ellos, salvo el respeto mutuo y la ignorancia cordial, poniendo el ojo solamente en la comida, sea pan, jamón, tomate, pasta fresca o bacalao. Tinto, rosado o blanco, joven explosivo o asentado maduro, no hay un vino, o mejor dicho, los hay todos. Mejor olvidarse de cuál, y pensar solamente en cuánto.


Un acompañamiento

Ajo, aceite, sal, sin más. De nuevo el ajo que derrama su aliento intenso sobre el aceite, acompañándolo para que acompañe, muy dosificado, a caza, carnes, arroces o pescados, o simplemente de vuelta al pan, sencillo pan de piel crujiente y esponjoso corazón, miga untada en ajoaceite, cremoso hasta que se diluye en la lengua, extendiéndose en la boca como mancha de lo que es, puro aceite puro de recuerdo interminable.


Anochece

Cierro los ojos y suspiro. El día ha terminado al fin. Y mientras me dejo arrastrar hasta un lugar lejano por los mil recuerdos saturados de las sensaciones aún presentes en todos mis sentidos, me pregunto si dosificar sea algo que yo sepa cómo se hace…

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