viernes, 6 de abril de 2012


El vino de una noche del próximo verano






“Por orden de SM Carlos III, el 11 de junio de 1782, se empieza a construir La Bodega llamada del Real Cortijo. Diseñada por Marquet, arquitecto real, y construida por D. Manuel Serrano. El lagar tendrá 900 m2 en una nave neoclásica abovedada y la bodega subterránea una superficie de 2500 m2, recorrerá casi medio kilómetro de longitud bajo el pueblo del Real Cortijo de San Isidro. El presupuesto inicial asciende a 5.810.000 Reales.”



  
Real Cortijo, el viaje

Otra vez conduzco fuera de Madrid, y como siempre que hago esto por un motivo que me va a saber a vino, experimento una emoción física que, entre otras cosas, altera el tono muscular de todo mi cuerpo, excitándome. Es temprano, la cita es a mediodía, pero quiero llegar con tiempo para recorrer, despacio, un lugar que no he pisado desde hace mucho. Conduzco tranquilo; yo nunca supero los límites de velocidad, es más, casi siempre circulo por debajo de ellos. Casi siempre es una ventaja, no superar los límites impuestos, aunque, a veces, llego a estar casi convencido de que no siempre lo es, sean cuales sean las consecuencias. A veces creo que no es del todo bueno ser tan parco, ser tan bueno, tan cortés, tan correcto, tan ingenuo en la vida. Por ejemplo, una vez un amigo que sufría de exceso de quijotismo me dijo que, en su opinión y acorde a su experiencia, las mujeres se enamoran de los caballeros, pero se acaban yendo con los canallas. Nunca se sabe, la verdad. De cualquier modo, ya con mi pelo todo blanco y algo de cansancio a mis espaldas, siempre evito superar los límites y guío el coche pausadamente, y mientras contemplo el cielo donde las nubes se van juntando como si hubieran quedado para tomar algo, recuerdo.


Real Cortijo, los recuerdos

Corría el año 2000 y fui invitado a una sesión de trabajo, de ésas en las que además de la charla profesional se ofrecía una actividad festiva. Ya no me acuerdo de la parte laboral, pero sí la lúdica: se trataba de un mini curso de cata de vinos en la Real Bodega de Carlos III, en el Real Cortijo de San Isidro, a tres kilómetros de Aranjuez.

Por entonces yo no sabía nada de vino (ahora tampoco, pero es que hay varios niveles de nada) y para mí se trataba del primer contacto con esta locura que pocos saben hasta dónde me ha arrastrado. Nos llevaron en autocar y nos mostraron la bodega (recién restaurada y aún vacía) y, entonces, allí dentro, sentados entre penumbras, experimenté mi primera vez. Por buena o por mala, ¿quién no recuerda su primera vez, de lo que sea? Yo tuve suerte en mi primera vez con el vino. Con el lugar que me envolvía, con el vino catado (entre otros, lógicamente el Real Cortijo), con la compañía que me acompañaba y con el experto en estas lides que me presentó al vino como si hubiera sido el amigo que me hubiera presentado a la mujer de mi vida. Él era Fernando Gurucharri, que luego sería (y hasta la fecha es) presidente de la Unión Española de Catadores. Si me hubiera hablado sobre las aguas minerales del mundo, doy por seguro que hoy andaría escribiendo sobre Evian, Pellegrino o Agua de Solares. Didáctico, dinámico, divertido, todo un comunicador, un auténtico profesional. Así, de un rato para otro, el vino pasó de ser para mí algo rico que acompaña la comida a una pasión (desbordada, incontrolable, casi destructiva, o sea, como todas) que desde entonces ocuparía un gran tiempo de mi vida y que, como al protagonista de la novela Big Fish, me acabaría llevando por caminos de realidad y fantasía que nunca hubiera imaginado llegar a recorrer.


Las nubes se baten en retirada, la temperatura es fresca en esta mañana de marzo, pero luce el sol y, cuando circulo bajo una alameda de árboles aún pelados, siento que se me hincha el pecho de emoción. Me siento bien, y eso es algo que vale la pena pararse a sentir, no sea que el sentimiento se sienta despechado y sienta la necesidad de marcharse a hacer sentir más lejos. Mi sensación en este momento es como la que se tendría cuando se ha cerrado una cita con alguien querido a quien no se ve hace mucho. Las dudas que genera el miedo a los cambios que se temen encontrar, la ilusión que mantienen viva los recuerdos, la esperanza de encontrar, quizá, algo mejor que lo que se dejó atrás. Un reencuentro es algo peligroso, también, más cuando la separación se ha llenado con vacíos de mutismo y de distancia. Aún así, un reencuentro deseado es algo mágico que se imagina, se evoca, se anticipa, se vive durante todo el trayecto que te lleva hasta él.

Y yo, ya casi estoy frente a mi reencuentro.

No había vuelto a la bodega desde aquella primera visita, de modo que mi cita con ella fue única. Y aún así, qué difícil de olvidar es lo que no hay razón para olvidar, salvo el tiempo que alimenta, como vino, pan y aceite, al propio olvido. Tampoco volví a ver al Sr. Gurucharri, y tampoco a la compañía que me acompañó. Tampoco volví a encontrarme con aquel vino hasta hace un par de años, cuando recibí un email publicitario donde se me ofrecía esta original joya. No pensaba que ya existiera, jamás lo había vuelto a ver en lugar alguno, por lo que la sorpresa fue a la vez agradable y con un matiz de desconcierto, igual que cuando uno se topa por casualidad con alguien añorado que se fue lejos, en  mitad de la calle, en tu ciudad, al doblar una esquina, y te preguntas por qué no te ha llamado para verte. Desde aquella primera y única vez había tenido el vino en mi memoria, almacenado con especial sentimiento y cuidado, así que me faltó tiempo para pedirlo y recibirlo en mi casa, en mi copa y en mi boca, que es donde mejor puede estar un vino. Costumbre que he mantenido fielmente desde entonces y que hoy, como un regalo de agradecimiento, me abre las puertas de la bodega, habitualmente cerrada al público.


Real Bodega, los reencuentros

Son las once de la mañana y aún me queda algo de tiempo para prepararme, paseando bajo el cálido sol por el minúsculo pueblo pleno de encanto llamado Real Cortijo de San Isidro, vecino de Aranjuez, que alberga en sus entrañas la Real Bodega de Carlos III. Aún puedo tomar en un bar un café y una rebanada de pan caliente, tomate y aceite, que calme el ardor de mi estómago, que, por alguna razón, se encuentra inquieto. Inquietud, no hambre. No me es posible sentir hambre frente a un reencuentro, ni aun en el caso en que éste vaya a ser bueno, como presumo.

Frente al arco de piedra me espera un hombre mayor a quien no conozco; rondará los setenta años, fuerte, pelo blanco y bien peinado, gafas de ver, traje oscuro y corbata azul celeste. Al verme pronuncia mi nombre, como si me conociera de toda la vida. Se presenta: se llama Fernando (nombre coincidente con el de mi primer guía) y es el responsable de la bodega, aunque sin que lo diga intuyo que mucho más, porque él mismo se autodenomina “vinatero”. Abre el portón de madera con una vieja y grande llave de hierro, me cede el paso y, tras cerrar de nuevo, una vez que mis ojos se acostumbran a la penumbra, me encuentro en otro mundo, junto a él.

Comenzamos a caminar por el largo pasillo con solado de tierra e iluminado por una cálida luz anaranjada, deteniéndonos en cada arcada de ladrillo gastado donde reposan al fresco de la cueva barricas y botellas amontonadas, donde los vinos se sosiegan en su sueño descansando y creciendo por dentro como embriones del ser perfecto en el que se acabarán transformando, con tiempo. Con su voz grave y pausada con acento andaluz, Don Fernando me transporta a un tiempo lejano: “La bodega surca el pueblo, por el subsuelo y de parte a parte. Admirable obra de  ingeniería, fue construida en 1782 a cielo abierto con ladrillos y después cubierta con tierra, aportando soporte estructural al pueblo que se asienta justo encima. A lo largo de los años fue bodega, almacén de aceite, fábrica de aguardiente, criadero de champiñones, vaquería, búnker durante la guerra y hasta cine, finalmente refugio de adolescentes juerguistas que, junto al abandono, casi acaban con ella. Hasta que, en los años 90, se arrienda a la sociedad Cuevas del Real Cortijo de San Isidro, que la restaura y adapta para recuperarla como bodega de crianza, su finalidad primitiva.”

Recorremos despacio la galería, contemplando botellas apiladas, tinajas, barricas y maquinaria antigua, entre la que reconozco la prensa de una almazara, mientras mi guía no ceja en su empeño de ilustrarme. Sin duda ese hombre calmo sabe mucho de vino, tanto que, con sus explicaciones y preguntas, me hace sentir como si el que supiera no fuera él, sino yo. En un ramal se abre una estancia, aislada del resto mediante unas puertas de cristal, iluminada con luz blanca. Se trata del lugar donde preparan los pedidos de los clientes. Cuatro cubas de acero inoxidable, una pequeña embotelladora, una máquina de etiquetar y cajas, no hay más. La perfección de la simpleza.


Volvemos al corredor principal y, al poco, Don Fernando se detiene bruscamente en un lugar que enciende una luz intensa en mi memoria. Es hacia la mitad del pasadizo, un espacio que se ensancha un poco, una especie de placita pequeña bajo una cúpula con una abertura que daba a la calle y que servía de luminaria, cuyo centro ocupan tres barricas. Una mesa y dos sillas desvencijadas, muy antiguas y adosadas a la pared me garantizan la fiabilidad de mis recuerdos. Ahí fue exactamente donde se desarrolló la cata tantos años atrás. Entonces Don Fernando, como si me leyera el pensamiento (lo cual me parece que lleva haciendo desde que nos cruzamos la mirada frente al pórtico de entrada), me cuenta: “En este lugar se puede poner alguna mesa para hacer catas, o comidas de empresa o pequeñas celebraciones, siempre bajo demanda, como alternativa íntima a la zona habilitada arriba, en el antiguo lagar.” Se calla, y yo le oigo pensar, o recordar, o imaginar. Unos segundos después sonríe y, señalando la mesa vieja, me dice: “También se puede preparar ahí esa mesita para dos, con mantel, velas y flores, para cenar entre barricas, al fresco de la bodega, una noche del próximo verano…” Y me hace un guiño, que no deja lugar a la interpretación.
















Después de despedirme de mi espíritu, que se ha quedado ya para siempre sentado en una de las dos sillas antiguas, anclado frente a la mesa y brindando con vino a la luz de unas velas, reanudamos el paseo, que ya casi toca a su fin. Subimos la escalera de piedra del último tramo que da a la amplia sala que en tiempos fue el lagar y que ahora, restaurada hace unos años, es un bellísimo salón comedor y sala de conferencias. Un poco más allá, en una salita contigua con mesas vestidas con mantel azul cobalto (el color corporativo de la bodega) e iluminada a la vez por luz natural, tamizada cálidamente por unos estores crema, y por halógenos, es donde vamos a llevar a cabo la cata.




Real Cortijo, la cata

Don Fernando continúa con sus explicaciones mientras descorcha una botella del primer vino, el Real Cortijo, con denominación de origen Ribera del Júcar: “El proceso de vinificación se reparte en dos ubicaciones diferentes. Por un lado, los viñedos de Tempranillo y Merlot que se encuentran en la finca La Losa, al sur de Cuenca, donde se desarrolla y se vendimia la uva, y también donde se produce el nuevo vino. Inmediatamente se traslada a nuestra bodega de crianza, aquí, para envejecer en barricas de roble fino americano y Allier francés durante dieciocho meses, y reposar después de tres a cinco años más en el botellero.”

A continuación, se sirve el vino en su copa, él primero; lo observa, sonríe, lo hace girar para que respire, lo huele y a continuación me sirve a mí ejecutando su particular ritual de al que todo, y nada, le importa. Miro el vino bajo la luz halógena y sobre el mantel azul, produciéndose un curioso efecto óptico que vuelve su color rosado. Y entonces, el maestro convierte su cata en mía, y con ello mi placer en su deleite, y aunque sin duda sabe mucho más que yo del vino (de éste, de todos), me dice con un suave gesto hacia mí de su copa: “Usted entiende de esto, así que diga, diga usted lo que le parece.” Y yo también sonrío, le miro a los brillantes ojos de diablillo, huelo el vino, doy un trago y le digo: “Es un vino serio y elegante, noble y equilibrado, de un precioso color ciruela madura, perfumado, lleno de matices a fruta roja, melocotón, vainilla y regaliz, muy sabroso.” Bebo otro trago, mientras él no dice nada, sólo espera. “Es un vino muy largo y con un gran cuerpo, se puede tomar igualmente acompañado o solo. Por supuesto, me refiero al vino; la persona, siempre mejor acompañada”, matizo, enarcando una ceja. Él casi se ríe, cierra los ojos y bebe un trago, sin perder su sonrisa. “Este vino tendría que haberlo abierto antes, y mejor decantarlo y esperar una horita antes de beberlo”, me dice, torciendo un poco el gesto. “Ya ve que se muestra discreto, y necesita paciencia hasta que se abre, pero verá que luego no dejará de mejorar según vaya pasando el tiempo y vaya tomando confianza con usted.”


Homet, la cata

A continuación, sin esperar a que terminemos la copa, me prepara otra con Homet, el más reciente vino de la bodega, con denominación de origen Madrid y una producción muy escasa. Me cuenta que es un reserva de catorce meses en barrica de roble francés y al menos treinta en botella, elaborado con una selección de Tempranillo Merlot, Syrah y Cabernet Sauvignon. Repetimos la cata, encontrando en esta ocasión un aroma muy intenso a frutillos rojos, muy persistente; es más corpulento que el anterior, y también más equilibrado, más formal, más evolucionado. Se me ocurre que Real Cortijo es la juventud, mientras que Homet es la madurez, y la metáfora parece hacerle mucha gracia a Don Fernando, que asiente con la cabeza mientras se deja invadir por una risa cálida. “Personalmente me gusta más el crianza”, le confieso, a lo que él, bajando la voz, me responde “Yo también.”


Real Cortijo, hasta luego

No debo, aunque puedo, beber más, la carretera me aguarda y ése es otro límite que no voy a superar. Dejo la copa sobre la mesa y comienza el arduo rito de la despedida. Mi guía, el acompañante al que el vino ya ha convertido en amigo, me tiende la mano, que le estrecho con fuerza. Ya no hace falta decir mucho más, salvo un “gracias” que nunca sobra y el “hasta pronto” que siempre es un deseo. Sin más, traspaso, solo, la puerta de salida y me zambullo en la deslumbrante claridad del mundo. Detrás de mí no oigo el inmenso portón leñoso del lagar, ni ninguna otra puerta que se cierre a mis espaldas.

Me ajusto las gafas de sol y me alejo sin mirar atrás, no sea que la imagen permanezca como una promesa que, luego, no pueda mantener ni conmigo mismo.













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