miércoles, 11 de septiembre de 2013



Escalera al cielo







Yalocatoyo – Cata-Encuentro bloggers + Grupo Avanteselecta. Madrid 3/6/13


To be a rock and not to roll
Ser una piedra y no rodar



ACTO I

Se levanta el telón.

Recostado cómodamente en un gran sofá tapizado de color granate, un padre, de pelo blanco y con la madurez ya casi superada, contempla la televisión con su hijo pequeño al lado. Éste, de unos ocho años de edad, es menudo y pizpireto, y se ha situado cerca de su padre, pero sin tocarle, manteniendo la distancia y su independencia. Están viendo juntos una serie de dibujos animados, después de llevar a cabo unas arduas negociaciones en las que el niño salió vencedor absoluto: “Papá, tú cuando pones la tele ves siempre las noticias, que a mí no me gustan porque son para mayores; a mí me gustan los dibujos, que también te gustan a ti, así que mejor vemos los dibujos."

Han estado viéndolos durante un buen rato, pero ahora algo de lo que ha visto el niño ha hecho que recuerde algo. Zarandea del brazo al padre, que cambia su atención posándola en los grandes ojos acaramelados del chaval. El crío sonríe, preparando para su padre una de sus inocentes trampas:

-Papá, ¿a ti qué te cuesta más, subir una escalera o bajarla?

-Cariño, las escaleras siempre cuesta más subirlas que bajarlas. Hay que hacer más esfuerzo, y yo siempre me canso mucho más al subir que al bajar.

-Bueno… Pero hay una escalera que es muy fácil de subir, pero que, cuando has llegado arriba, es muy difícil de bajar.

-¿Ah, sí?

-Sí.

El niño mira a su padre con cara de pillo, esperando a que le siga preguntando. El padre recoge el testigo de la provocación, y le pregunta:

-¿Y cuál es esa escalera?

-Una escalera que sube al cielo –Sonríe con amplitud-. ¿Y sabes por qué?

-Dime, ¿por qué?

-Pues porque cuando estás en el cielo estás tan bien que ya no quieres volver al suelo, y si te obligan, entonces cuesta mucho bajar por la escalera, mucho más que cuando la has subido.

-…

-Papá…

-¿Sí, hijo?

-¿Tú has subido al cielo alguna vez?

Cae el telón.




ACTO II

Se levanta el telón.

Sobre el escenario, una típica terraza veraniega, de las que llegado el mes de junio se  despliegan en las azoteas privadas de los edificios de Madrid, escondidas de los ojos curiosos que no pertenecen a ellas, algunos pisos más abajo. Por los cartelones que se han colocado en diversos lugares de la terraza, va a llevarse a cabo la presentación de unos vinos. El día está acabando, y la caída de la tarde colorea el ambiente de un grato y cálido tono amarillento.

El escenario muestra una mesa larga, como las de las bodas, con copas de cristal, grandes y transparentes, dispuestas en cada ubicación. Sobre ella, un toldo blanco ofrece protección e intimidad a los asistentes, que debaten entre ellos animadamente. A la izquierda, algo apartados, dos sillones y un sofá blancos y negros, dispuestos en U frente a una mesa bajita, como las de los salones de las casas. Sobre la mesita, copas para cinco personas y documentación explicativa sobre los vinos y la empresa distribuidora de los mismos (Avanteselecta). Varios amigos, conocidos de otras ocasiones, se han situado allí, alejados del resto, y se encuentran charlando de vino y del resto de sus cosas. Rodeándolo todo, una suave vegetación, que aporta frescura al conjunto.
Un poco más allá, a la derecha y cerca del final de la tarima del escenario, se ve una silla alta de madera veteada, con respaldo, situada junto a una mesa pequeña y redonda, sobre la cual reposa una copa de cristal límpido con vino tinto. La silla está vacía; la copa, llena hasta donde lo debe estar.

Entra en escena Álvaro Cerrada, de Yalocatoyo, empresa que organiza la sesión entre la distribuidora y los escritores blogueros enredados. Llega caminando rápidamente, nervioso.

-¡A ver, un momento! Shhh, por favor, a ver… Escuchadme, por favor. Vamos a tardar un poquito en empezar, aún faltan bastantes asistentes, no sé qué les habrá pasado; les esperamos un ratito más si os parece bien. Así que, mientras llegan, vamos a tomarnos un vino.

Álvaro sale de escena. Los asistentes siguen charlando entre ellos, comentando acerca del lugar donde se encuentran, el vino que les espera, y la espera en sí. En general, todos se muestran distendidos, relajados, dispuestos a disfrutar de una velada agradable y sin prisas en torno al vino.

Pocos minutos después, Álvaro reaparece y retoma la atención de los asistentes mostrando en alto dos botellas de vino, cuyo cristal empañado denota la frescura de su contenido.

-¿Quién me ayuda a servir el vino?

Un hombre alto y delgado, de pelo blanco y vestido con traje azul oscuro y corbata roja, se pone en pie. Se despoja de chaqueta y corbata, que deposita sobre el sillón que estaba ocupando, y se sitúa a un lado, de pie frente a una mesa accesoria, donde descorcha una botella a la par que Álvaro hace con la otra. Al poco, ambos comienzan a servir el vino en todas las copas. Algunos de los presentes conocen al hombre que ayuda a Álvaro, otros no; algunos le sonríen, otros solamente miran cómo el vino cae tintineando en la copa; los más, agradecen el gesto con una sola palabra. Y todos, después, toman su copa entre sus manos y aguardan el momento de probar el primer vino, Nora 2012, de Bodega Viña Nora.

Cuando todos están preparados, Álvaro habla de nuevo. Se le nota preocupado.

-Un momento de atención. Gracias. Como os he dicho antes, no vamos a empezar todavía con la presentación, algo ha debido de ocurrir porque faltan muchas personas que nos habían confirmado que venían. Id probando el vino a ver qué os parece, y luego hablaremos de él, y también de los demás que tenemos preparados para la cata vertical. Podéis aprovechar mientras tanto para charlar con Eulogio Calleja, que es quien va a hacernos la presentación de los vinos de la bodega.

Aparece Eulogio en escena. Alto, corpulento, sonriente, camina despacio y  trae en la mano una copa llena de vino blanco. Álvaro le presenta: explica que es el director enológico del grupo Avanteselecta, que incluye bodegas en denominaciones tan variadas como Rioja (Obalo), Vino de la Tierra de Castilla (Dominio Mano a Mano), Tierra del Vino de Zamora (Viñas del Cenit), Rueda (Naia), Rías Baixas (Viña Nora), Monterrei (Pazos del Rey), Ribera del Duero (Dominio de Atauta) y Jerez (Álvaro Domecq). Cuando Álvaro termina de hablar, Eulogio se mezcla con los catadores, charlando con ellos y comentando el contenido de sus copas.

Una voz, repentinamente, se alza sensiblemente por encima de las demás, interrumpiendo la disertación del orador. Quien la posee, un hombre o una mujer normal, que en nada destaca entre los otros, levanta su copa como si fuera a hacer un brindis, mira a su través, más allá del cristal, como si el amarillo pálido de su contenido modificara su percepción del mundo, da un trago lento, cierra los ojos para percibir las sensaciones que el vino le despierta, y, entonces, le dice a Eulogio (pero sin decírselo a él directamente, porque se lo está diciendo a todos los que quieran escuchar sus palabras):

-Es que, a mí, el vino me enamora…

El hombre delgado, alto y de pelo blanco sonríe ante la afirmación de la que, sin querer y sin que fuera dirigida a él concretamente, acaba de ser partícipe. Entonces, se acerca despacio a la mesa redonda de madera veteada con la silla vacía de respaldo alto, en un efecto de escenografía que hace que parezca que se ha vuelto hacia el patio de butacas y a los espectadores de la obra teatral que se está representando. De este modo, con la botella de vino blanco aún en la mano y mientras los asistentes a la presentación del vino siguen catando y escuchando al enólogo, él comienza a hablarle a alguien que no está sentado en esa silla, frente a la copa llena de vino tinto que nadie ha tocado aún, pero que él ve con la nitidez que le otorga la frescura de sus indelebles recuerdos:

-“El vino me enamora…” ¿Te acuerdas? Yo también decía siempre que estaba enamorado del vino, o que un vino me había enamorado, o que yo me había enamorado irremediablemente de un vino pero que luego habíamos roto y ya no nos habíamos vuelto a ver nunca más... No te rías, porque es así como lo sentía. Estaba convencido de ello. Lo bebía, cerraba los ojos, y entonces sentía como ese cosquilleo en el estómago que te dice que alguien a quién has conocido es diferente, especial, que se ha pegado a tu piel y te ha retorcido el estómago, alguien que está en sintonía contigo, y que de tanto como te gusta, de tanto placer que te proporciona su belleza, te duele. Pero con dolor bueno, el dolor de una intensidad que es insoportablemente placentera. Así que yo siempre decía que el vino me enamoraba, como si ese primer trago fuera un flechazo de Cupido. Y aquel día, ¿recuerdas?, ese día en que te llevé a comer a ese restaurante tan bonito que me habían recomendado y donde el cliente podía llevarse su propio vino, no tanto para ahorrar dinero, que también, sino para ver cumplidos deseos antiguos bebiendo vinos deseados y que son imposibles de encontrar en hostelería. Había comprado un Grand Cru de Bordeaux, y estaba muy ilusionado con ello porque era el primer vino de esa categoría que tomaba en mi vida. Y además, lo mejor: iba a compartir contigo esa primera vez. Me acuerdo de la cara de la Maître cuando llegamos y le entregué la botella para que la preparasen; recuerdo al sumiller, luchando contra la tentación de pedirme probarlo (aunque el hombre, profesionalmente correcto, no lo hizo, y yo no se lo ofrecí); pero, sobre todo, recuerdo tu cara cuando el sumiller preguntó: “¿Quién lo prueba?” y tú respondiste, sin agitar las pestañas: “Él”, y yo tomé la copa en mi mano, aspiré el intenso aroma del vino y, antes de llegar a probarlo, puse la copa inesperadamente en tu mano, la cual, instintivamente y darte tiempo para negarte, la llevó hasta tus labios. Abriste mucho los ojos al beberlo, y pude ver cómo se erizaba la piel de tus largos brazos desnudos. El sumiller llenó a continuación tu copa, que era la mía, bebí de ella y fue entonces cuando lo dije: “Me acabo de enamorar de este vino”. Y en ese momento fue cuando tú dijiste lo que dijiste.

En el teatro se escucha una voz en off, como si fueran los pensamientos, o los recuerdos, del hombre. Él los escucha como escucharía hablar a alguien que estuviera presente, del mismo modo que los escuchan los asistentes a la representación, abajo en el patio de butacas. Sin embargo, nadie en el escenario (ni los catadores, ni Álvaro, ni Eulogio) es consciente de la voz, cada cual sigue a sus cosas sin prestar atención a lo que ocurre en la mesa redonda y veteada con la copa de vino tinto y la silla de respaldo alto, vacía para todos menos para el hombre que recuerda. La voz es de mujer, suave y algo nasal, y surge despacio, con fluidez, como el caminar elegante de una dama.

“No. El vino a mí no me enamora, a mí me gusta. Yo me puedo enamorar de una persona, pero no de un vestido, no de unos zapatos, no de un vino. De una cosa, no. Aunque me gusten mucho. No puedo. Ni siquiera metafóricamente. Simplemente, a mí me gusta el vino.”

-Y yo me eché a reír y te ofrecí sin discutir mi rendición: “De acuerdo: me gusta el vino. Me gusta recibir la botella fría, notar su frío contacto en mis manos: Me gusta elegir luego un sacacorchos y arrancar el tapón, con enérgica suavidad. Me gusta llenar un poco la copa, ver cómo las gotas salpican tiñendo el cristal. Me gusta ver su color, y olerlo un poco, como de refilón, para dejar que la sorpresa me de el primer beso que me haga estremecer al probarlo. Porque cuando eso ocurre es como si algo me removiera por dentro, porque me pone la piel de gallina y hace que se me salten las lágrimas, y al final me falta el aire, y tengo que suspirar para no caerme ahí mismo de rodillas. Vale, tienes razón, me gusta el vino, y enamorarme, como dices tú, eso yo también sólo puedo hacerlo de alguien.”

El hombre calla, mira al suelo pensativo, sonríe con una sonrisa pintada con nostalgia, agita la cabeza y vuelve su sitio; allí, llena su copa con el vino que aún quedaba en la botella, la deja ya vacía a un lado, hace un brindis silencioso al aire, hacia la silla vacía, con alguien que sólo él sabe quién es, y se bebe la copa, plena de vino fresco.

No pasa mucho tiempo, entre trago y trago, hasta que un pequeño grupo de personas hace su aparición en el escenario. Son los rezagados. Parece, explican, que ha habido algún tipo de confusión en la publicación del horario de la convocatoria. No importa, a nadie le importa ya nada salvo que comience el espectáculo. Álvaro y Eulogio, conscientes del perjuicio que el retraso puede causar a alguno de los asistentes, toman una decisión e informan de que la cata vertical (prueba comparativa de diferentes añadas del mismo vino) tendrá un vino menos de los previstos, para no terminar demasiado tarde. El gesto de algunas personas, sin prisa alguna en sus vidas, muestra su desencanto, pero nadie dice nada, en voz alta.

Unos minutos después, con todas las copas llenas del deseado vino blanco, Eulogio comienza la presentación en sociedad del protagonista de la tarde.


Nora 2012

Eulogio habla del vino joven; joven en su proceso (sin crianza) y joven en concepto, ya que se elabora a partir de viñedos de entre diez y veinte años de edad. Luego describe la comarca origen estos vinos, el Condado do Tea, en la frontera con Portugal, que está ubicada a una altitud que dificulta la maduración de las uvas, provocando que este albariño se desmarque del albariño clásico, predominando en este caso la fruta fresca y verde, casi aún amarga, por encima de los armónicos a flores dulces que les otorga, generalmente, la maduración.

El hombre alto levanta la mano, y una vez ganada la atención del ponente, comenta con timidez:

-A mí, en mi humilde opinión, este albariño me parece un albariño atípico, más un chardonnay borgoñón con una crianza leve, pues el amargor final, tan claro y largo, es algo que nunca había encontrado en vinos de esta variedad.

Eulogio, comprensivo, le responde:

-Pues fíjate, que aún reconociendo que no se trata del típico albariño fresco y fácil de beber, sí que es un vino que conserva sus matices varietales de modo inconfundible, y que en catas ciegas ha sido perfectamente reconocido como tal por los catadores.

El hombre sonríe, no es amigo de las discusiones más allá de opinión y réplica, y vuelve a su cuaderno de notas, donde después de apurar la copa y escuchar durante unos segundos la voz interior que siempre le inspira frente a un vino, anota unas líneas apresuradas, pero meditadas. Seguidamente, las lee en voz alta, con una voz muy grave, modulada, algo hueca y resonante, una voz que podría decirse que es bonita. Pero una voz cuya mayor peculiaridad es que ni Álvaro, ni Eulogio, ni nadie de los presentes, parece escuchar. Solamente al público que asiste a la representación, en el patio de butacas, le llega su eco reverberante:

Sabroso, lleno de fruta envuelta en flores, muy largo pero más amplio, corpulento, graso y voluminoso, leve acidez para refrescar el deje de amargor que pide beber más para olvidarlo. ¿Borgoña bien guardado? No. Albariño joven. Nora 2012.


Nora da Neve 2008

El segundo vino es servido, más rápidamente que el anterior, en las copas. El enólogo lo saborea, reencontrándose con un viejo amigo, de esos con los que uno se ve de tanto en tanto pero que cada vez es como si hiciera que el tiempo se hubiera congelado, como si no hubiera pasado entre ellos, sin verse, sin hablarse.

-Creo que debemos permitir que la viña se exprese por sí misma; la tentación de intervenir en su desarrollo y en lo que produce y cómo lo produce es enorme, de mil maneras que nosotros podemos considerar que la benefician, o mejor, que benefician al producto que se obtiene de ella. Pero no, eso es un error, tenemos que dejarlas hacer, que sean lo que quieren ser, lo que son o lo que consideran que deben ser por su propia naturaleza. Por eso nos la jugamos retrasando al máximo el momento de la vendimia, para conseguir así, pero de manera natural, un vino donde predomina la fruta y bajo en acidez, como resultado de la sobremaduración del grano, donde los siete meses de crianza le aportan estructura y complejidad.

El hombre de pelo blanco le escucha con atención, y asiente en silencio cuando bebe el vino. Entonces se vuelve a levantar para hablar, otra vez, a la silla vacía de respaldo alto, situada al lado de una mesa pequeña, redonda, de madera veteada, sobre la que reposa una copa de vino tinto, algo más vacía de lo que estaba un rato antes:

-¿Te acuerdas de aquella vez que hablábamos de la tendencia de las personas de carácter fuerte a intentar moldear el carácter más débil de aquellos con los que se encuentra? Como si las personas fuésemos para ellos un menú a la carta, del que se puede elegir un plato, un vino, o un postre de su preferencia, descartando otros que no les parecen tan adecuados o convenientes, cuando en realidad cada uno somos como un menú del día de un bar de comidas barato, dos platos, pan y vino, donde la única opción posible es tomar postre o café. Yo te decía, aquella vez, que prefiero dejar fluir las cosas de la vida, sin manipulaciones ni intervenciones para conseguir obtener cosas, o personas, a medida, y que el vino, el vino que a mi me gusta, es algo parecido: quien lo hace elige el lugar donde plantar la viña, el suelo, el clima, la variedad de la cepa, y luego ésta se desarrolla y se expresa como dicta su naturaleza. Y el vino que da, es lo que ella es en ese entorno seleccionado, como el plato del día en el bar elegido libremente. Un lo tomas o lo dejas. Algo perfecto en la propia elección libre y voluntaria. Yo recuerdo que me miraste abriendo mucho tus ojos grandes, ladeaste un poco la cabeza y, parpadeando con rapidez, me preguntaste: “¿Me estás llamando menú del día?”

El hombre, como si de repente se diera cuenta de algo, vuelve a acomodarse en su sillón y, tomando su libreta, escribe unas letras que, después de leerlas en silencio, repite en voz alta para todo aquel que, abajo, le quiera escuchar:

Caramelito de frutas tropicales, refrescante, alegre y divertido, largo y juguetón, saltarín de un lado a otro de la lengua, lleno de vida no asfixiada por sus cinco años de reposo, feliz en la copa cuando al apurarlo trae a la memoria un toffe de café con leche. Nora da Neve 2008.


Nora da Neve 2009

El tercer vino llega pronto, empieza a sentirse la prisa en el ambiente. Mientras, Eulogio explica que la añada 2009 es una versión más fresca y viva de la anterior, aún teniendo la misma crianza de siete meses en barrica nueva, y lanza una pregunta al aire que los catadores, tentados siempre a dar su propia opinión de las cosas, cazan al vuelo:

-¿Con qué comida os tomaríais este vino?

“Un pescado a la sal.” “Una mariscada.” “Una ternera blanca.” “Arroz a banda.” “Faisán con salsa de reducción de vino, blanco…”

Eulogio asiente con la cabeza, aceptando como buena la opinión de cada uno, haciéndoles así felices, y cuando ya nadie más tiene más ideas que aportar al menú, él ofrece la suya:

-Yo lo tomaría con un besugo al horno, de esos de pincho, grandes, de los que con uno comen cuatro o cinco…

El hombre alto, incorporándose unos centímetros en su asiento, comparte con los demás su opinión, que más que opinión es gusto, para él y para aquellos que quieran aceptarla:

-Con un foie. Natural, vuelta y vuelta. Y luego, frío.

Durante unos segundos, largos, se hace el silencio en escena. Eulogio, profesional experto y gran comunicador, enarca ligeramente una ceja.

-¿Con un foie?

-Sí. Es dulzón, el vino es ácido, como un pepinillo, y corpulento, como gelatina; lo abraza. Es perfecto.

Eulogio comenta “Bien” e indica a Álvaro que ya se puede servir el último vino. El hombre alto sonríe y, mientras espera a que le llenen la copa, se levanta y centra su atención, otra vez, en la silla de madera de respaldo alto ocupada por alguien que solamente él ve y solamente él sabe de quién se trata, al lado de la mesa pequeña y redonda, con un dibujo de vetas de madera, sobre la cual se ve una copa de vino, que ahora está llena sólo hasta la mitad de lo que estaba antes. Pregunta hacia el vacío que para todos, menos para él, ocupa la silla:

-¿Te acuerdas?

Y comienza a agitar mucho sus manos grandes y expresivas, interpretando un diálogo que tuvo lugar en una escena del pasado:

-“No, no, no, no hay reglas que valgan para esto. Vino tinto y carne roja, sí, pero no; pescado con vino blanco, o un arroz con un rosado. Vale, pero ¿cuál?, ¿qué vino?, ¿qué pescado?, ¿qué tipo de arroz? No, no, como en la cama de una pareja que se ama con locura, todo vale si a ambos les apetece, si a ambos les proporciona placer, si ambos lo desean por igual. Un tinto joven de Galicia, salino y de acidez marcada, con un marisco; un blanco denso de Borgoña con una carne guisada con especias; arroz de campo con un tinto corpulento de Alicante; carne roja con un tinto de reserva de Rioja, o un rosado intenso de Somontano… Todo vale si lo quieres. La mejor armonía siempre es el vino que te apetece, con la comida que te apetece, donde te apetece, cuando te apetece, y sobre todo, con quien te apetece...”

Enmudece y sonríe, agachando la cabeza y mirando al suelo.

-¿Te acuerdas de mi discurso? No era la primera vez que te castigaba con mi modo tajante de decir las cosas. Y tú, acuérdate, aquella vez ya no dijiste nada ante mi vehemencia, pero creo que volviste a pensar lo que a veces me decías, cuando me decías lo que sentías: “A veces eres muy categórico.” Y yo te respondía que sólo lo era contigo, que me entendías, pero jamás con los que nunca me intentaron comprender…

Su gesto de sonrisa dulce se ha torcido por primera vez en una sonrisa de medio lado, como la cicatriz que surca un rostro herido por la violencia de una pelea callejera, navaja en mano. Vuelve a su sitio, respira hondo, se frota los ojos y se estira la piel de las mejillas hacia atrás con las manos, y toma nota de lo que la voz de su cabeza le susurra al oído. La voz profunda y cavernosa del hombre se escucha de nuevo por el público, y nada más que por el público:

Ahumados y café con el caramelo de frutas ácidas pero no estridentes, tranquilo, refrescante, aún se atreve a hacer cosquillas, con respeto, en la boca antes de volver al café deslizándose por la nariz. Nora da Neve 2009.


Nora da Neve 2010

Es ya el último, la etiqueta sólo muestra el año de la cosecha. Dentro, un líquido amarillo y brillante destella atravesando el cristal, libre de las ataduras del papel con el que vestirán a la botella dentro de unos meses. Eulogio explica:

-Se trata todavía de vino sin embotellar, aún esperaremos al menos un año, así que consideradlo una muestra de lo que puede llegar a ser. Todo lleva su tiempo, todo lo bueno requiere una espera que no siempre es agradable, pero que al final acaba al conseguir aquello que tanto se anhela. Esperar lo preciso, esperar lo justo, ese es el secreto para alcanzar lo más valioso que la vida nos ofrece. Y yo creo que este vino se merece la espera.

El hombre alto y de pelo blanco se queda con la copa pegada a los labios cuando escucha la última frase pronunciada por el enólogo. Despacio la retira, sin beber, la mira con gesto de estar intentando recordar algo, cierra los ojos y los abre al poco, otra vez, mucho, cuando lo ha conseguido. Y, una vez más, se levanta y se dispone a hablarle a la silla desocupada, junto a la mesa pequeña sobre la cual hay una copa de vino tinto que está casi vacía.

-Ya ves, merecer. Qué palabra tan aparentemente simple, pero tan ambigua, con un doble sentido que sólo se puede concretar si se conoce el contexto y todo lo que se dijo antes. Seguro que te acuerdas de aquella vez, cuando después de aquella cena durante la que tanto conversamos, con aquel vino que se me hizo inolvidable precisamente por esa conversación, al acabar de decirte todo lo que sentía, respondiste: “No me lo merezco”.

Fue un gran colofón, aquel vino. Te acordarás de él, seguramente. O quizá te acuerdes más de la conversación. A veces, un acontecimiento se hace recordar por el vino que se ha tomado: una reunión, una comida, una cena, una conversación… Pero en otras, las mejores, es el vino el que se recuerda por lo que ocurrió entre sorbo y sorbo: anochecer, no dormir, dormir, amanecer, despertar... Memoria tenaz de los matices imborrables de lo que se vivió, porque de los matices del vino, aunque se recuerde cuál fue, seguramente no se recordará nada.

Y enseguida, sin volver la vista atrás, el hombre vuelve a su sitio, bebe el contenido de la copa, escucha su voz interior, toma nota en su cuaderno de lo que escucha y, tras revisarlo, pronuncia con voz alta y grave, que sólo escucha el público, lo que ha escrito:

Severo y formal, reprime la alegría de su acidez fresca y natural con timidez o distancia, para mostrar un rostro de seriedad que tranquiliza pero da que pensar, cuando al fin, al respirar, sirve el café, y muestra lo que quiso decir, o no decir, en el primer trago alargado hasta el final, antes de desperezarse. Nora da Neve 2010.

Se ha llegado al final. Álvaro toma la palabra por última vez, para pronunciar un pequeño discurso de agradecimiento y despedida. Sonríe, está tranquilo y se le ve contento, satisfecho del modo en que, aún con algún pequeño tropiezo, se ha desarrollado la velada.

-…y espero que os haya gustado esta maravillosa terracita madrileña en las alturas, y que para todos vosotros haya sido un poco como subir al cielo.

El hombre alto y delgado se ha levantado por última vez de su sillón, situándose muy cerca de la silla de la mesita de madera veteada, cuya copa de cristal diáfano ahora está tintada y vacía. Le habla una vez más al invisible ocupante, tan visible para él en su memoria indeleble como la silla que él sabe que aún ocupa:

-¡Qué grande, Álvaro! ¿Te acuerdas de él? Cómo te recibe, cómo te abraza… Gracias, le diría, aunque mi cielo es otro cielo. Mi cielo es un mantel blanco, dos sillas al lado y no frente a frente, un vino, dos copas o una sola compartida, un plato, dos, o ninguno, y mucho, mucho, mucho tiempo por delante…

De pronto, Álvaro, algo más allá, se queda en silencio y, despacio, como si se hubiera retirado un velo sutil, parece ser consciente de la mesa de madera, de la silla de respaldo alto y de la copa de vino tinto, sin vino. Se aproxima a ella, mira alrededor como si buscara a alguien que estaba y se ha marchado, toma la copa vacía con el mismo cuidado con que la tomaría si estuviera llena a rebosar, la mira, suspira y se la lleva, dejándola junto a las demás, apenas manchadas del blanco amarillento del albariño. Luego, se vuelve hacia el hombre alto, que permanece quieto, en pie, esperando a que termine de hacer lo que está haciendo. Se acerca a él, pero ya no habla. Ya no es necesario. Un abrazo personal; otro abrazo de ida y vuelta, de encargo; complicidad en su mirada, en su sonrisa, en su posar las manos sobre los hombros estrechos del hombre.

-Es hora de bajar.

Suena una canción de fondo. Stairway to heaven”, de Led Zeppelin. Los acordes iniciales de guitarra y flauta llenan el escenario, desbordan y se extienden por el patio de butacas, como una niebla de humo blanco y denso que todo lo llena, dando paso a la voz herida de Robert Plant.

Cae el telón.





ACTO III

Se levanta el telón.

El mismo salón que se mostró al comienzo de la representación. El padre está sentado en el sofá de color granate, frente a la televisión, con su hijo pequeño.

-Papá…

-¿Sí, hijo?

-¿Tú has subido al cielo alguna vez?

-Sí, claro.

-¿Y estabas bien allí?

-Muy bien.

-Entonces, si estabas tan bien, ¿por qué quisiste bajar?

-Yo no quería, pero tuve que bajar. No te puedes quedar en el cielo para siempre.

-¿Ni cuando te mueres?

-Bueno, claro, si has sido bueno, cuando te mueres sí…

-Papá… ¿Y tú bajaste bien las escaleras, o como no querías, bajaste rodando como una piedra?

-…

Cae el telón.


FIN