martes, 27 de mayo de 2014

El vino que hace cosquillas

El vino que hace cosquillas







Copa de los sentidos: Presentación ASEUNIV Grandes Vinos. Madrid 11/03/14




La botella de champán que casi me deja huérfano

1969, más o menos. Tenía yo unos 6 o 7 años cuando un día el profesor del colegio llamó a mis padres a una reunión. Fue mi madre, que sólo trabajaba en casa durante todo el día, volvió y, por la noche, cuando llegó mi padre de uno de sus muchos trabajos fuera de casa durante todo el día, le dio un papel. “Esto lo ha escrito el niño en el colegio.”

Yo, de lo poco que recuerdo de ese día, recuerdo que estaba asustado, haciendo cábalas al respecto de qué podría haber hecho esa vez. Mi padre jamás me puso la mano encima, pero daba voces, y la voz de mi padre era (sigue siendo) mucha voz, grave, potente, poderosa, y cuando me regañaba, la ejercía en su plenitud, convirtiendo cada palabra en un torrente de energía, densa y con cuerpo.

Mi padre leyó lo que yo había escrito y, tras levantar la vista y mirarme, medio sonrió. Mi padre no dijo nada, sólo medio sonrió de medio lado con esa sonrisa suya, breve, que hoy en día aún conserva y que, cuando ahora la ejerce, le hace a uno preguntarse en qué estará pensando.

Lo que yo había escrito en el papel era una redacción cuyo título, Qué he hecho el fin de semana, ya indicaba lo que debía de ser su contenido. Y su contenido (porque, es increíble, aunque no conservo la redacción sí que recuerdo el hecho como si hubiera pasado ayer) podría resumirse así, aproximadamente:

El sábado, después de comer, mi padre ha abierto una botella de champán y se la ha bebido toda. Luego se ha tumbado en el suelo y ha empezado a decir: “¡Ay qué malito estoy ay qué malito estoy que me voy a morir!”. Después de mucho rato he ayudado a mi madre a llevarle a la cama y se ha quedado dormido hasta el día siguiente.

Debo decir, en su descargo, que cuando yo era niño mi padre no era un bebedor. Le gustaba tomar una copita de chinchón dulce de vez en cuando, y beber vino de granel con sifón en las comidas, aparte del chorrito de embocado en bota cuando íbamos a hacer marchas a la montaña, los domingos de verano. Ahora bebe algo más, en contra de la opinión de su médico, pero sólo vino, y porque yo le he malacostumbrado compartiendo con él los que a mí me gustan. Pero por lo demás, nunca bebía alcohol. Salvo champán, que tanto a mi padre como a mi madre les gustaba mucho, y siempre aprovechaban cualquier ocasión que fuera (que cualquier excusa era válida) para proponer, siempre siguiendo la costumbre española de tomarlo a los postres: “¿Abrimos una botella de champancete para celebrarlo?” En aquella ocasión parece que mi padre se excedió, y entre que era semi-seco (con la carga extra de azúcar) y su falta de costumbre, aquella botella de champán le debió de caer como una paliza en un callejón oscuro, al pobre.

Preguntado acerca del particular, él añade: “Lo que pasó es que tu madre se agarró el canasto de las chufas y se enfurruñó por algo, y no quiso beber, así que me la bebí yo solo.”

La cuestión es que, tras leer la redacción, en el colegio les surgió la duda acerca del tipo de padre que tenía el niño de la redacción, y por eso convocaron la reunión, a ver qué es lo que estaba pasando en casa y si el niño necesitaba del apoyo de los servicios sociales, o como se llamara aquello por entonces. No sé lo que les explicó mi madre (se lo he preguntado y no se acuerda), pero yo sí que me acuerdo de que a mí me dijeron en casa que cómo se me había ocurrido escribir eso y que ahí quedó el asunto, sin mayores consecuencias para nadie, de modo que yo no me amilané con la suave amonestación (para lo que solían ser las amonestaciones de mi padre) y seguí ejerciendo de reportero del vino y de la vida, como puede comprobarse.

Para mis padres, por supuesto, el champán no era champagne, el de Francia, sino que se trataba de lo que tiempo después, en el año 1972, se convirtió en la DO Cava con la creación de la Denominación Específica de los Vinos Espumosos y su Consejo Regulador.


La copa de los sentidos

Se trataba de una presentación organizada por la distribuidora Aseuniv Grandes Vinos, con motivo de la celebración de su vigésimo aniversario. Una recogida y agradable fiesta que contaba con la presencia de 29 de las bodegas y 7 de las empresas gourmet que representan.


Hubo suerte. No demasiados expositores, horario de mediodía en el que la mayoría del mundo disfruta de su almuerzo, y, además, el acontecimiento coincidía con el Salón de Gourmets de este año, por lo que la inmensa mayoría de profesionales y aficionados al buen comer, beber y vivir estaba ejerciendo su profesión o afición en el otro lado. De modo que la visita fue tranquila, y no se hizo necesario esperar colas para conocer y darse a conocer.

-¿Y para empezar?

-Champagne.

Y lo que en la intención iba a ser algo alegre y fresco para empezar el recorrido por las mesas de vino se convirtió, por méritos propios, en el protagonista absoluto de la jornada.


El vino que hace cosquillas

Champagne, que no “champán”, ni “champaña”, ni tampoco “espumoso”. Champagne, con acento francés al pronunciarlo y al beberlo. Champagne que lleva haciéndose del mismo modo, con las mismas variedades y en los mismos lugares, desde 1681.

Aunque el descubrimiento del champagne se suele atribuir al monje francés Don Pierre Pérignon (cuyo nombre abreviado en la etiqueta de uno de estos vinos suele levantar pasiones), los romanos del Imperio ya conocían el vinum titillum, el “vino que hace cosquillas”.

Y cierto es que las hace, embarcando en su disfrute a todos los sentidos, alertas desde el momento inicial en que la botella, la gran botella de champagne, aparece ante la vista con el cristal empañado por el frío de su contenido, provocando un estremecimiento de anticipación: cosquillas en la vista chisporroteando si te acercas mucho a mirar su color dorado, en el oído crepitando a poco que aproximes la copa, en la nariz burbujeando en cuanto inspiras su aroma frutal y dulce, en los labios mordiéndolos cuando rozas el borde del cristal, y en la boca, en toda tu boca, en el instante en que al primer trago le permites tapizarla con su cremosidad y frescura. Y la memoria al fin, que en cuanto lo has probado por vez primera lo fija con firmeza, no permitiendo que lo olvides jamás, ni que lo confundas jamás con ningún otro tipo de vino, o de bebida, o de nada.

El champagne hace contigo lo que contigo haría tu amor: te susurra, te acaricia, te toca, te habla, te besa los labios, saborea tu boca cuando le saboreas, te muerde la lengua, te cautiva, te embruja, te posee para siempre sin remedio, te hace feliz.

Mirar el baile de burbujas que escapan de su confinamiento, de abajo a arriba (si bien muchas le cogen gusto a su cárcel dorada y se quedan ahí, bailando) es como mirar el mar, con su vaivén de olas infinitas, como mirar el fuego de una hoguera, como mirar la lluvia, o un río deslizarse sin fin. Mirar el champagne es embobarse en su contemplación, perderse dentro de la copa, dejarse abrazar por las burbujas bailarinas antes de que el abrazo que aguarda se haga realidad, un minuto más tarde. Si todos los vinos están vivos, el champagne lo demuestra con la infinidad de criaturas danzarinas y vivaces que alberga en su interior.

El champagne es una bebida alegre, porque así se ha utilizado desde siempre, como acompañante natural de una celebración, sea ésta un cumpleaños, un triunfo deportivo, el premio de una lotería o una apasionada noche de amor. Y si alguien se siente triste, o solo, o solo y triste, una copa de champagne no le devolverá la alegría perdida, pero le confortará con su canto, estará a su lado y, así, ya no se sentirá más solo.

Pero decir champagne, así, sin más, también es como decir “vino”. Y al igual que dentro del mundo del vino que no es champagne (porque el champagne sí que es vino), en el mundo del champagne hay mucho que decir, y no es igual uno que otro. Y del mismo modo que en el vino hay vinos de muchos tipos, calidades, categorías, precios y fama, en el champagne no todo es lo mismo, ni todo suscita las mismas reacciones, percepciones y, en último término, emociones.

Yo no soy capaz de encontrar las diferencias entre unos y otros en la botella, ni en la etiqueta, ni en la copa, ni siquiera en el propio champagne cuando yo lo bebo. Para mí, la diferencia evidente, la que me estremece y me eriza la piel, está en lo que sucede, cuando sucede, después de servir la copa a quien espera que le sirva, en los segundos que transcurren desde que cierra los ojos, da el trago, y de repente sus ojos se abren mucho, mucho más de lo que se abren normalmente cuando se deja envolver por los brazos del placer. Es en esos segundos de expectación, de incertidumbre, de ilusión y esperanza, en esos segundos de espera, donde para mí está la diferencia entre un champagne, y otro.


LE GRAND: G.H. Mumm

La Maison G.H. Mumm fue fundada en 1827 por los descendientes de una rica familia alemana, poseedores de viñedos en el Valle del Rin. En 1913 ya producían tres millones de botellas, mientras que en la actualidad esta cifra supera los doce millones, lo que le otorga el tercer puesto en las Casas de champagne del mundo.

Cordon Rouge es su etiqueta identificativa (reservada antiguamente a los mejores clientes de la Casa). Se elabora a partir de uvas blancas de Chardonnay y de cepas tintas de Pinot Noir y Pinot Meunier. Su característica cinta roja era un homenaje a la Legión de Honor, la más importante de las condecoraciones francesas, establecida por Napoleón I.

Desde siempre, la filosofía de la Casa G.H. Mumm puede resumirse en la famosa frase de Georges Hermann de Mumm: «Sólo lo mejor». Y no sólo referido a la calidad de sus champagnes, sino también a otros ámbitos, como el progreso social, la comunicación y la tecnología.


Les champagnes G.H. Mumm: De ti para sí

Brut Cordon Rouge. Fresco y refrescante, burbujas juguetonas que se alzan por encima del sabor a cítricos de acidez contenida y endulzada, cediendo el paso, muy de paso, a la vuelta ligera de caramelo y nata que te lleva, despacio, a querer saciar la sed que siempre pide más. (45% Pinot Noir, 25% Pinot Meunier, 30% Chardonnay).





 


Brut Le Rosé. Fruta roja chispeante y suavemente ácida, alargándose en un recuerdo de pan tostado con mantequilla y mermelada de fresa que te sacude los sentidos, despertándote. (Pinot Noir, Pinot Meunier y Chardonnay).









Mumm de Cramant. Serio, intenso y muy formal, la acidez cítrica pasa turno pronto, haciendo sitio a un poderoso retorno de densidad cremosa, dulce y elegante que te hace volver la vista cuando pasa cerca. (Grand Cru Brut 100% Chardonnay).








Cuvée R. Lalou 1999. Complejo en su aroma, en su sabor, en el tacto de sus burbujas, en el recuerdo largo a cremosidad untuosa que te saca del ensueño de los sentidos para que escuches lo que tiene que decir. (Cuvée Prestige 1999 Brut Pinot Noir y Chardonnay).








LE PETIT: Egly-Ouriet

Bodega de propiedad familiar fundada en 1930. El 80% de la producción es Pinot Noir y Pinot Meunier y el 20% restante Chardonnay, siendo la edad media del viñedo de más de 38 años. Producen alrededor de 68.000 botellas al año.

En palabras de Francis Egly, actual propietario: “La clave del estilo de nuestros vinos reside en un buen trabajo en el viñedo para controlar el rendimiento y maximizar la madurez de las uvas, es decir, en recoger las uvas muy maduras, mucho más que en la mayoría de los productores, vendimiando a temperaturas de 12 o 13 grados, muy altas para que es habitual en La Champagne.”

Tuve la fortuna de compartir unos minutos de conversación con Francis Egly, allí presente ofreciendo al visitante sus champagnes, que (en mi humilde y personal opinión) me dejaron con una sensación clara y desconcertante a un tiempo: Monsieur Egly produce un champagne destinado a quien es capaz de disfrutarlo.

Egly-Ouriet es un champagne intelectual a la par que emocional, en el que ambas realidades se unen en cada sorbo, se complementan y acrecientan la satisfacción conseguida con el estímulo sensorial, el deleite, el placer obtenido con la experiencia. Es un champagne diseñado y creado para quien es capaz, primero, de entenderlo; para quien es capaz de comprenderlo algo más tarde y, como conclusión de ello, de disfrutarlo. Porque no todas las personas que disfrutan de una cosa la entienden, y menos aún, la comprenden. Ni lo necesitan. Para muchos es suficiente con el placer obtenido, con el disfrute puro y duro, sin ir más allá. Y eso está bien, muy bien. Pero eso no basta para hablar con Egly-Ouriet.

Aunque, por supuesto, puedo estar equivocado, puede que la conclusión a la que llegué por las palabras de Francis Egly no sea la correcta o, quizá, pude haber comprendido mal su idioma.

Pero no el de su champagne.


Les champagnes Egly-Ouriet: De sí para ti


Grand Cru Brut Tradition. Llega ante ti, te saluda, se presenta, sonríe y ante tu sonrisa embobada te dice que tranquilo, que sólo acabas de empezar, que todo aguarda al otro lado del cristal de tu copa empañada. (70% Pinot Noir, 30% Chardonnay).









Grand Cru Brut Rosé. El anticipo, la antesala de lo inevitable, te sugiere que te pares, que dejes de pensar en su vigor urgente y sólo pienses en lo que vendrá después, todo lo que, sin saberlo, ya te toca, sin que lo veas. (65% Pinot Noir, 35% Chardonnay).








Grand Cru V.P. (Veillisement Prolongué) Extra Brut. Te acaricia, y sin dejar de sonreír te mira a los ojos grandes y muy abiertos, te acaricia más jugando con el vello erizado de tu piel, jugando con tu sonrisa en un beso de espuma leve, y va y sin más que el roce de una sola burbuja interminable te dice que ya ha dejado de ser de sí para ser de ti, para siempre. (70% Pinot Noir, 30% Chardonnay).







Grand Cru Millesime 2002. Tras tocarte te hace recordar que la intensidad no siempre es más intensa que la suavidad de la anterior caricia suave, que ya añoras y no dejarás de añorar siempre, hasta el siguiente trago. (70% Pinot Noir, 30 % Chardonnay).








Gran Cru Blanc de Noirs Vielles Vignes. Cuando la luz se apaga y sólo las sensaciones toman posesión del cuerpo, en silencio y ciego, es la memoria de la imagen que ya no ves la que manda en cada impronta del centímetro de piel rozada. (100% Pinot Noir).









La botella de champán que casi me cuesta la vida

Cuenta mi madre una historia que su padre (hombre discreto y poco hablador, más dado a dar sentencias que a discutir y al que todos los que le conocieron me dicen que cada vez me parezco más), nunca contaba.

1958, aproximadamente. Era la primera vez que mi padre iba a casa de mi madre, después de hacerse novios. Era la presentación oficial de mi padre a su familia, y le habían invitado a comer. Mi abuelo había pintado las paredes del salón, y toda la casita (que era muy pequeñita) estaba lista para recibirle.

Mi padre se había rascado el bolsillo y para quedar bien había comprado una botella de Champaña Codorniú (su querencia al mismo viene de lejos), y a los postres (como es la costumbre española) se dispuso a abrirla para brindar. Probablemente debió de agitar la botella al estilo de los pilotos de Fórmula 1 en el podio de ganadores, así que en cuanto soltó el armazón metálico que sujeta el corcho, este saltó con violencia, emitiendo la botella un chorro de líquido que fue a repintar la pared recién pintada. Cuenta mi madre que mi abuelo miró la pared, debió de alzar una ceja, y permaneció en silencio.

Afortunadamente, mi padre ya entonces trabajaba en un banco, y era un buen partido, así que me libré por los pelos, porque me parece que en ese momento mi futura vida estuvo en un tris de acabarse antes de empezar




Como burbujas de champagne





-Fíjate: sabe a bollos, y también a pan.

-No. Un bollo es dulce, el pan salado.

-Bueno, es ese matiz como de harina tostada, mantequilla, caramelo…

-¿Caramelo?

-Sí, a eso me recuerda, como a caramelo. ¿A ti no?

-Non.

-¿Entonces?

-Picante.

-¿Picante?

-Oui. Y a ti te gusta tanto precisamente por eso.

-¿Por qué?

-Porque es como tú. Tú eres picante. Pero no picante como la guindilla. Picante y juguetón como burbujas de champagne.




viernes, 11 de abril de 2014

EXPEDIENTE VRO-485052








Un viaje en el tiempo con Basilio Izquierdo. Vinoteca García de la Navarra, Madrid 25/1/14





PREÁMBULO

El condicionante emocional fue muy intenso, lo admito. Arrollador.

Saber que el vidrio de esa botella se sopló en algún momento de comienzos del siglo XX, cuando nadie de los allí presentes, nadie de quien ahora pueda leer estas líneas, había nacido aún.

Saber que dentro contenía vinos de las añadas 1948, 1950 y 1952, embotellados entre 1953 y 1957. Vinos con más edad que yo, mucha más. Vinos de cuando mi padre era un niño que se buscaba la vida para llevar comida a casa en un tiempo de postguerra en el que casi todos pasaban hambre en España.

El condicionante me hacía temblar las manos. Yo habría dudado de esa botella, habría pensado que era un buen ejemplar para coleccionar, presumir ante los amigos, guardar y nunca abrir. Habría dado por supuesto que esa preciosa botella era un sarcófago precioso y que el vino, dentro, estaría muerto y momificado.

Pero ese vino me lo había dado a probar Basilio Izquierdo.


LA HISTORIA

Todo comenzó en abril de 1975. Él personalmente había descorchado y catado en CVNE (donde era enólogo) unas 1000 botellas, una por una, de Viña Real Oro “de fallo”, es decir, que no habían salido al mercado por no ofrecer en aquel momento suficientes garantías de calidad. Tres añadas, 1948, 1950, 1952. Tempranillo y Garnacha a partes iguales. Cuatro años en barrica. Así se hacía el vino en CVNE por entonces, embotellándolo en el cuarto o quinto año; en 1975, por ejemplo, se embotelló la cosecha del 70.

Encontró unas 600 botellas en perfectas condiciones, que mezcló, sin orden ni concierto, en dos barricas, donde se obró el milagro de un coupage imprevisto, único e irrepetible. Y de ahí, el vino pasó a unas botellas de un litro de capacidad que aparecieron en un almacén de la bodega, por casualidad, antiguas botellas que a principios de 1900 habían sido lavadas y apiladas, preparándolas para contener un vino que nunca llegó, y que finalmente habían sido apartadas en un rincón, sin utilidad alguna.


Hasta entonces.

Salieron unas 450 botellas de un litro, que fueron encorchadas, según costumbre de la época, à la giclée. Estas botellas se conservaron por debajo de 20 grados, primero en la bodega de CVNE, y después, un centenar de ellas, en la bodega personal de Basilio Izquierdo. Unas pocas botellas sin etiqueta ni nada más que su valioso contenido, un corcho y un lacre.

Y Basilio nos ofreció dos de esas botellas.

De un vino de cuando él aprendía a andar.

De un vino metido en botella por segunda vez cuando yo tenía 12 años.

Y nos las ofreció en 2014.

Dos botellas de un siglo conteniendo un vino de 65 años.

Como para no estar condicionado cuando Luis García de la Navarra rompió el lacre y, con un sacacorchos de láminas y mucho mimo, descorchó la botella. A continuación, se sirvió una pizca en la copa, y lo observó. Lo aproximó a su nariz experimentada con los ojos cerrados, e inspiró. Abrió mucho los ojos, alejando la copa de su nariz con un movimiento brusco.

-¡Tiene corcho! –exclamó Luis, tras oler el vino.

-¡No! –exclamó Basilio, tras oír la exclamación de Luis.

Cómo para no exclamar.

Transcurrieron unos segundos de pánico. Pocos. Largos. De silencio sepulcral. Luis mirando a Basilio. Basilio mirando a Luis. Se podía cortar el aire entre ellos. Y entonces, Luis empezó a reír, y a terciar las copas de los asistentes.

Basilio suspiró, inspiró y respiró.

El vino no tenía sabor a corcho, sólo se trataba de una broma de Luis, tan oportuna como despiadada.

Cuando Luis me sirvió el vino, lo miré a través del cristal de la copa, poco, porque yo al vino lo miro poco. Y se veía bonito, ayodado pero conservando aún sus notas rojas, de media capa, limpio.

Lo aspiré, un poco más de lo que lo había mirado, pero también poco, porque yo a los vinos los prefiero oler cuando están en mi boca, desde dentro. Y olía bien: dulzón, algo cerrado (que no era para menos, después de tanto tiempo), no muy intenso, suave. Un remanso de paz, de calma, pero de calma aromática, no inodora. Aunque lo más importante es que enseguida supe que dentro de esa copa no reposaba ningún cadáver.

Fui a probarlo y me crucé con la mirada azul de Basilio, frente a mí, que me miraba al otro lado de la mesa.

Él esperaba.

Lo bebí, y descubrí la vida en ese sorbo y una sonrisa en el rostro de Basilio. Y entonces, él también bebió su vino.


EL VINO

Adormecido. Adormecido como un niño cuando le despiertas por la mañana, cuando intenta saltar de la cama y todo su cuerpo se mueve en el esfuerzo, excepto sus párpados. Adormecido y desperezándose por minutos. Adormecido mientras me decía, como un niño al despertar: “Espera… Ya voy… Déjame cinco minutos más”. Adormecido hasta que al poco despertó del todo, bostezando y tensando cada una de sus fibras, antes de saltar de la copa a los labios.

Dulce. Pero no dulce de dulzor de azúcar, sino dulce de maneras dulces, de delicadeza dulce, de cariño y afecto; el dulce de una caricia en la mejilla, de un guiño en la distancia; el dulce de un beso dulce, dulce de dulzura.

Perfumado. Perfumado en el olfato, en los labios y en la boca, perfumado en el instinto, en los recuerdos, en los deseos. Perfumado de fruta aún fresca, alegre y expresiva. Perfumado como cuando un hombre le dice a una mujer: “Me gusta tu perfume”, y ella sonríe y le responde: “No llevo perfume.”  Un vino perfumado, sin perfume, un vino con olor a vida en los sentidos y en la memoria.

Elegante. Elegancia que no es la que pretende sugerir un vestido caro, sino la elegancia que surge de equilibrar cuerpo y alma, saber e ignorar, hablar y callar, sugerir y enseñar, mostrar y esconder, rechazar y conceder, negar y afirmar, excitar y serenar,  dar y quitar, provocar y resistir. Elegante todo el tiempo que, como el vestido amontonado, ha durado puesto en el cuerpo único que ha cubierto.

Complejo. Los años de evolución contenida le dan una complejidad tan difícil de definir como la atracción que puede provocar un hombre maduro en una mujer joven. Complejidad en cada traza de sabor reconocible y familiar, pero tan cambiado por el tiempo de vida a oscuras, en silencio y calma que cada matiz que de él podía arrancar la boca se había transformado, con los años, en un desconocido.

Evocador. Profundidad, misterio, oscuridad, provocación, especias ya guisadas, un juguete en las manos de un niño, un perfume elegante que de inmediato se mezcla con el olor de la piel blanca donde se extiende, un ramo de flores rojas, una caja de madera antigua, la voluntariedad del hombre de pelo blanco y arrugas en el rostro cuando es acariciado por unas manos temblorosas, jóvenes y tersas, la presencia imponente de la sabiduría y la experiencia, el acto de entrar en una casa desconocida llena de olores desconocidos, indefinibles, irreconocibles por no tener parangón, por carecer de ejemplo, de recuerdos en la memoria, con los que compararlos.

Siempre joven. Un vino antiguo que sabe a vino joven pero que dentro guarda décadas de espera. Ancianidad que conserva sus facultades plenas, modeladas, afinadas, perfeccionadas con el tiempo. Un vino que en su cuerpo perpetuado y en el fondo de su alma sería como Dorian Gray, si Dorian Gray tuviera el alma blanca en vez de negra: eternamente joven.


LA SEGUNDA BOTELLA

La anécdota de la jornada la conocí bastante tiempo después de la cata, cuando preparaba mis notas para escribir este cuento que ahora casi llega a su fin.

Verificaba con Basilio el texto, cuando al leer que se habían abierto dos botellas, enarcó una ceja y, riendo, me confesó:

“Yo había llevado dos botellas del VRO. Éramos pocas personas, y con una habría sido más que suficiente para probar esta joya del tiempo, así que la botella en duplicado era por si había problemas con la primera, y entonces abrir la segunda. Pero la primera estaba en perfecto estado, así que cuando vi la segunda abierta sentí que se me paraba el corazón. Había 22 botellas, hubieran quedado 21, pero sólo quedaron 20 para futuras ocasiones entre amigos. Bueno, el caso es que las disfrutamos y como es un vino que no se sube a la cabeza sino que se baja a los pies, hubiéramos podido beber 6 botellas, o las 22…”